En 1972, Truman Capote publicó un original texto que
venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros
ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con
astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus
frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman
la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de
la vida, de Carlos Skliar.
Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
El alma sosegada, el
cuerpo sereno. Luego podríamos agregar algunos condimentos secundarios: que
allí anochezca tarde y que aún pueda verse un fragmento del sol; que la ciudad
no oculte la llanura; que los libros estén alrededor, ni muy altos, ni muy
bajos, y que haya una música (siempre) de fondo. Ese sitio se parece mucho al
que elegiría y, por ello, aún no existe.
¿Prefiere los animales a la gente?
Prefiero la gente que
pasea con animales más a que a la gente que pasea sin ellos. Pero hay un
límite: el de la humillación que hace de un animal una pseudo persona desnuda
en medio de mucha gente vestida. Creo, sí, en la amistad entre gentes y
animales como un vínculo de profunda alteridad: cuando mi gata Brenda se apartó
para morir, después de 21 años de vida en común, solo despejé su camino sin
ánimo de hacerla durar. En fin: busco en los animales una amistad sin
preguntas, sin juicios de valor, la amistad de la presencia incondicional, como
cuando éramos niños.
¿Es usted cruel?
Sí, sobre todo en la imaginación pero no en los gestos concretos. En un
mundo como éste, el del reino de la hipocresía, sería imposible no desear
cierta dosis de crueldad hacia aquellos que afean y empeoran a propósito la
vida, dándote zancadillas de miseria, ruidos de hambre y empujones de avaricia.
Me veo cruel en la intimidad, inventando modos de justicia inéditos: todos
llevamos un enmascarado dentro y un cobarde fuera.
¿Tiene muchos amigos?
La amistad es incontable, decía el filósofo Jacques Derrida; jamás los he
contado y prefiero que no me cuenten. Pero la palabra “contar” es muy bonita
para negarla y en todo caso hay que quitarle su aroma a fórmulas de sumas y
restas: cuento con mis amistades y deseo que cuenten conmigo. Y “contar” se
vuelve así una expresión más relacionada con la conversación y la narración que
con las matemáticas.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Aunque me duela, aunque cada vez que ocurre me siento derrotado, busco a
aquellos y aquellas que puedan ponerme una mano sobre el hombro para decirme
que “no”; yo creo que no hubiera hecho casi nada en la vida si no hubiera
tenido esos amigos que saben mostrar los bordes del ridículo y el demasiado
énfasis del “yo mismo”. En todo caso, quisiera que una amistad sea un naufragio
entre el “sí” inicial, un “sí” casi incondicional, y un “no” proverbial, casi
profético.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Difícilmente, porque no están sometidos a la lógica de la ilusión sino a la
de la conversación. Aunque el después siempre es demasiado tarde, intuyo que
nada pueda dejarse de lado hasta un segundo antes de la desilusión. La amistad,
al contrario que cualquier vínculo utilitario permanece en estado de
paréntesis, de pausa, no de clausura definitiva.
¿Es usted una persona sincera?
¿Es la sinceridad una
cualidad individual, que atraviesa la vida incesantemente sin mirar a los
costados, avasallando a quienes no deseen tu sinceridad? No lo creo. Sin
embargo percibo que la sinceridad hacia uno mismo puede establecer límites a la
auto-complacencia. En épocas de altares y destronamientos del ego, la
sinceridad puede ser una virtud y al mismo tiempo una defección. Yo preguntaría
y me preguntaría antes: ¿quieres de verdad saber qué percibo, qué pienso, cómo lo
veo? ¿O prefieres que hablemos sin tocarnos?
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
En la absoluta inutilidad y parsimonia. Es la única rebelión que conozco y
de la que dispongo. Que el tiempo libre esté liberado de verdad de cualquier
provecho y sentido. Por ello lo vinculo con la lectura, más que con la
escritura. Intentar una atmósfera donde el paso siguiente sea nulo o
desconocido. El tiempo libre, del que carecemos en la civilización de la
hiper-conectividad y la ocupación, se parece mucho a la soledad. Y la soledad
tiene que ver con una intimidad que se abre al instante. Hacer durar el
instante todo el tiempo que fuera posible, sin ánimos ni perversiones de
cronologías utilitarias.
¿Qué le da más miedo?
La muerte de otros, el
fin de la conversación. No poder ir hacia la infancia, congelándome en la vida
adulta como tiempo de desdicha. Una araña que me mira a los ojos. Un niño que
sube las escaleras pesadamente. No lograr reescribir lo que ya escribí.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le
escandalice?
Más que escandalizarme siento que me harta la falsa moral sonriente y de
dentadura blanca y prolija. El desvío de la mirada frente a lo miserable. El
hacer de cuenta que todo está en orden mientras el mundo se desploma. Un señor
de traje que mira lascivamente a una joven de vestido largo que no desea ser
mirada. Las interrupciones ruidosas a la soledad. Este tiempo donde se
reemplaza a los ancianos y los maestros por entrenadores personales.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida
creativa, ¿qué habría hecho?
La incógnita de qué
sería si no fuera lo que soy está vacía. Es mi modo de realizar esta travesía:
ignorando qué hubiera hecho de no hacer lo que hago. Puedo, eso sí, recordar
que en la niñez anhelaba ser futbolista o actor de teatro. A veces uno está
siendo aquello que, austeramente, permanece disponible.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
De tanto en tanto
caminar una hora por día, de modo más intenso que un paseo y menos enfático que
el correr. Tengo un pasado más físico y tendré, como todos, un futuro de
condena.
¿Sabe cocinar?
Sé abrir la puerta del horno y esperar que alguna mezcla de carnes,
patatas, berenjenas y cebollas se cocine a fuego lento. No paso de dos o tres
platos que aprendí por necesidad más que por algarabía. Desde que en la
televisión solo hay programas de cocineros he abandonado toda pretensión de
cocinar y de ver la tele.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un
personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Como ello nunca ocurrirá puedo imaginarme cualquier cosa, pero hace tiempo
que siento una obsesión por aquellos personajes mínimos, ni héroes ni víctimas,
que solo parecen expresar, a mi modo de ver, una de las mayores virtudes de lo
humano: la ternura. Por ejemplo: me encantaría escribir la biografía de aquella
mujer anciana que, acodada en su balcón y ante mi pregunta de si estaba bien
allí fuera, me respondió: “Sí, aquí afuera sí. Adentro, no: adentro hay
demasiados recuerdos”. O la historia de
aquel niño, ahora hombre, que recuerda toda la vida aquella mujer que alguna
vez le sonrío en una plaza y a la que nunca volvió a ver.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de
esperanza?
Abuelos.
¿Y la más peligrosa?
Progreso.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
No he tenido el gusto.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
La amistad, la cofradía, la soledad. Soy candidato a la nobleza y la
lentitud. Creo en las largas cartas escritas a los amigos y en la espera de una
posible respuesta. Me asocio muy débilmente al teatro del poder, pero de
hacerlo entro al escenario por la izquierda.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Admiro a quienes se
pasan toda la vida siendo otra cosa, capaces de tantas vidas diferentes. Me
gustaría, sobre todo, no ser un sujeto cronológico.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Escribir mientras fumo. Estar en carne viva tres cuartas partes del día.
Viajar lejos para encerrarme cerca. Dejar la taza del café fuera de su plato.
Perder el tiempo mirando a la gente que mira. Creer que dispongo del lenguaje.
Asumir la catástrofe del mundo. Sonreír cuando no debería.
¿Y sus virtudes?
Hablar con desconocidos. No tener prisa, a sabiendas que el tiempo corre.
Amar sin remedio. Que el lenguaje disponga de mí. Que mi voz se parezca a mis
palabras. No tener la pretensión de la duración. Cierta vez haber confiado más
allá de lo razonable. Creer que la “suerte” es puro trabajo de la invención.
Haber ignorado siempre aquello de “que hay que estar a la altura”.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del
esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
El rostro de la mujer que
amo, quizá pidiéndole perdón porque nunca amamos lo suficiente. Buscar
desesperadamente a mi primo que murió a los 11 años ahogado. Intentar no
encoger los hombros. Saludar con la mano en alto a la última persona a la que,
tal vez, vea cuando me ahogo.
T. M.