En fechas recientes, tuvimos al alcance, gracias a la editorial Valdemar, una joya que arrojaba algunas luces sobre los textos de ficción de Arthur Conan Doyle: su autobiografía, que el propio autor no dudó en calificar de aventurera. Así, en «Memorias y aventuras» evocó a su familia irlandesa y siete meses de su juventud en un ballenero en el Ártico como médico, sus inicios profesionales en Southea –según él, ser doctor era algo también lleno de “peligros y celadas”–, los primeros éxitos literarios en los periódicos, su encuentro con Oscar Wilde, que conocía su obra, su temprano interés por los “estudios psíquicos”… Doyle presumió además de practicar deportes como el boxeo, el críquet o el automovilismo, e incluso de ser el primero en introducir el esquí en Suiza para desplazamientos largos, aparte de recordar su otro empleo en un barco comercial por la costa de África Occidental. Y añadía: “He participado en tres guerras: la de Sudán, la de Suráfrica y la guerra con Alemania”.
Un frenesí de actividad, estudios y viajes que tendría como punto de inflexión su traslado a Londres en 1891, a los treinta y dos años, para dedicarse a la oftalmología; aquejado de una gripe que a punto estuvo de acabar con él (acababa de morir su querida hermana por eso) y reconocer que su consulta médica no acababa de funcionar, acabaría por decantarse definitivamente por la literatura. Pero no de cualquier manera, y ahí viene su admirable premisa: “Yo estaba decidido a no escribir nunca nada que no fuera bueno; por tanto, no escribiría ninguna historia de Holmes que no fuera interesante y que a la vez me interesa a mí también, requisito éste primordial para apasionar a cualquier lector”. En efecto, Doyle argüía el hecho de no escribir precipitadamente desde el primer relato hasta el que iba a ser el último, con Sherlock desapareciendo en unas cataratas, y se preguntará si posee algunas de las cualidades de Sherlock, dejando entrever al fin que “soy simplemente el Watson que parezco”.
Aquella ocasión, pues, fue una oportunidad para conocer de primera mano qué pensaba Doyle con respecto a su oficio y su personaje principal, y ahora tal cosa se extiende maravillosamente por medio de “Mis libros. Ensayos sobre lectura y escritura” (traducción de Jon Bilbao), un conjunto de conferencias, entrevistas y artículos dividido en tres diáfanos apartados: “Sobre sus libros”, “Sobre Sherlock Holmes” y “Sobre sus lecturas”. Son textos publicados desde finales del siglo XIX hasta los años veinte, que luego acabarían en varios libros y que revisan un recorrido artístico que Doyle enumeró así en el artículo “Cómo escribo mis libros”: “He transitado por diversos campos. Pocos hay que no haya visitado. He escrito entre veinte y treinta obras de ficción, libros de historia sobre dos guerras, varios títulos de ciencia paranormal, tres de viajes, uno sobre literatura, varias obras de teatro, dos libros de criminología, dos panfletos políticos, tres poemarios, un libro sobre la infancia y una autobiografía. Para bien o para mal, no creo que haya mucha gente con mayor trayectoria”.
Holmes y espiritismo
Un excelso escritor de novelas históricas como él –hace poco la editorial Renacimiento publicó la voluminosa “Micah Clarke”, su primera y desconocida incursión en el género, sobre una rebelión de naturaleza dinástica en la Inglaterra del siglo XVII– tenía claro que debía ser riguroso con los datos y hechos. Otra cuestión eran los relatos breves, para los cuales, “mientras seas capaz de producir el efecto dramático, la exactitud de los detalles importa poco. Nunca he puesto mucho esfuerzo en ello y como consecuencia he cometido errores graves. ¿Qué importancia tiene si consigo atrapar al lector?”. Y a fe que lo hizo, desde que vio la luz su primera historia de Holmes, “Estudio en escarlata”, a la que le dedica también una reflexión, titulada “Mi primer éxito literario”, con respecto a cómo, al plantearse cómo podía aportar algo nuevo a la narrativa detectivesca –Dupin, el detective de Poe, era un héroe de infancia para él–, pensó en un antiguo profesor, que llevaba la habilidad de la deducción a posibilidades asombrosas: “Si él fuera detective seguramente transformaría ese oficio fascinante pero desorganizado en algo más próximo a una ciencia exacta. Yo trataría de conseguir ese efecto. Era posible hacerlo en la vida real, ¿así que por qué no podría conseguirlo en la ficción?”.
Cuenta entonces cómo dio con el nombre, Sherlock Holmes y vio la necesidad de que alguien narrara sus aventuras, “un comparsa que además sirviera de contraste”, Watson. La fama de estos, su realidad, por así decirlo, llegaría tan lejos, que Doyle explica que recibía cartas pidiéndole autógrafos de sus personajes. También, desde luego, surgen sus preferencias como lector, muy sinceras, como cuando habla de autores como Balzac o Dumas que te obligan a recular –“Por lo tanto, como un cobarde, evito sus libros”– dado lo inabarcable de su gigantesca obra. En cambio, “Stevenson es un artista demasiado grande como para caer en ese error; como resultado siempre mantiene la atención del lector”. Esta es una de sus debilidades, junto con Walter Scott, “insuperable” aun admitiendo, en “Más allá de la puerta mágica” –ciento cincuenta páginas donde comenta gran cantidad de autores y obras–, que en sus novelas “hay una cantidad intolerable de verborrea abundante”. Y hablando de magia, aparte de la que ofrece la lectura, se asomará también un Doyle dedicado a la parapsicología, “lo más importante que hay en el mundo”, sobre todo desde que su hijo falleciera en la Gran Guerra y él encontrara consuelo en los contactos espiritistas y en la escritura de libros sobre este tema que, curiosamente, serían los que le proporcionarían más satisfacción, a la vez que menos retribución económica.
Publicado en La Razón,
6-X-2017