En agosto de
1857, se dictaba sentencia contra Charles Baudelaire. Se le acusaba de ofender
la moral religiosa, de lo cual iba a quedar absuelto, pero en lo que concierne
a la moral pública y a las buenas costumbres, la resolución fue distinta. Se le
reprochó conducir «a la excitación de los sentidos mediante un realismo grosero
y ofensivo para el pudor» en su libro «Las flores del mal», que «contiene
pasajes o expresiones obscenas e inmorales» según el juez y que el propio autor
definió como un «mísero diccionario de la melancolía y el crimen» (en concreto,
se trataba de seis poemas por los cuales el poeta tuvo que pagar una multa de
trescientos marcos). Este poeta provocador, denigrado por su entorno, acusado y
condenado, sería considerado el padre de la modernidad literaria, pues nada en
las letras volvió a ser igual desde su obra.
En su libro
“Baudelaire y el artista de la vida moderna” (1999), Félix de Azúa,
ciertamente, habló de cómo “la práctica totalidad de los poetas posteriores a
Baudelaire le leyeron y admiraron, haciendo de él un modelo”. ¿Modelo también
de comportamiento? Así sería en muchos casos, pues el malditismo y lo bohemio
también fueron aspectos atrayentes para muchos escritores. Baudelaire llevó tan
lejos su actitud excéntrica que, en 1845, en un cabaret parisino, intentó
cortarse con un puñal durante un ataque de histeria. Su padre entonces se
encargaría de las múltiples deudas de su hijo y trataría de apartarle de ese
ambiente y del hachís, aunque en vano: en 1861, y aquejado fuertemente de
sífilis y ataques cerebrales y reumáticos, hablará en sus cartas sobre
suicidarse. Un año antes había publicado “Los paraísos artificiales”, reunión
de los diferentes ensayos que había ido difundiendo en revistas y que se dividía
en dos partes: “Un comedor de opio” y “El poema del hachís”, y además
estaba escribiendo “El spleen de París (pequeños poemas en prosa)”, en el que
está el inolvidable texto “Embriagaos”.
Baudelaire
invitaba a “estar siempre borracho”. ¿De qué? Pues “de vino, de poesía o de
virtud”. Embriagarse sin tregua, a nuestro antojo, para no ser esclavos del
Tiempo. Y a fe que le salieron muchos discípulos en el París de fines de siglo
XIX y principios del XX, en “una Francia convulsa y presa de la decepción”,
como explica Jaime Rosal en uno de los dos prefacios de “El lector decadente”,
antología que reúne diferentes prosas de signo decadentista, es decir, trufadas
de asuntos morbosos, introspectivos, sensuales, alucinógenos, agresivos, pero
con la conciencia lingüística de alcanzar belleza mediante el lenguaje. Tras la
derrota en la guerra franco-prusiana, frente al surgimiento de una clase
adinerada capitalista y otra proletaria empobrecida, sigue diciendo Rosal,
«surge entonces en lo social un sentimiento de frustración moral que afecta a
todos los ámbitos de la nación francesa y que se refleja especialmente en la
literatura “fin de siècle”». Aparece entonces este epíteto, usado al comienzo
de forma despectiva, “decadentismo”, que se relacionaba con los autores que
deseaban, como en su día Baudelaire, romper con lo establecido.
Malditos y dandis
El lector lo comprobará de manera magnífica por medio de estas páginas en
las que se encontrará, además de con el pionero Baudelaire, con su admirado Théophile
Gautier (“El club de los hachisinos” es su texto, sobre su experiencia con las
drogas), Isidore Ducasse, que tan pronto murió, aquejado de sífilis y tras una
vida de abusar de las drogas y el alcohol, el excéntrico Jean Richepin, que
pasaría un mes en la cárcel acusado de ultraje a la moral, Villiers de
L’Isle-Adam, tan influido por otro maldito venerado en Francia gracias a las
traducciones de Baudelaire, el alcoholizado y de mente tenebrosa E. A. Poe… En
definitiva, “el decadentista era un escritor de vuelta de todo, caracterizado
por una enfermiza sofisticación en lo artístico, equivalente al dandi en lo
social, uno de cuyos modelos será Oscar Wilde”, afirma Rosal. Y precisamente,
la segunda parte del libro, prologada por Jacobo Siruela, está dedicada a los
autores en lengua inglesa que también hicieron de la extravagancia literaria y
vivencial su “modus vivendi”.
En Inglaterra,
el decadentismo sería la respuesta al auge del Imperio, a la consolidación de
la Revolución Industrial y a una sociedad regida por lo monetario, como apunta
el editor. En esta sección conoceremos al conde Eric Stanislaus de Stenbock,
descrito por Yeats como el “erudito, borracho, poeta y pervertido más encantador
de todos los hombres” (dormía en un ataúd, viajaba con un mono y creó el Club
de los Idiotas en pos de investigar la psique humana); también, a Max Beerbohm,
autor de una novela sobre los suicidios en cadena de unos jóvenes magnetizados
por una mujer; pero sobre todo a Aubrey Beardsley, con sus insinuaciones
eróticas, y su amigo Wilde, siempre genial y refinado, aquel que decía en el
prefacio a “El retrato de Dorian Gray”: “Vicio y virtud son para el artista
materiales para el arte”.
No hay tabúes
ni autocensuras para los decadentistas, ansiosos por burlar los
convencionalismos burgueses y en convertirse en aristócratas del arte: por
ejemplo, para el Joris-Karl Huysmans que, de seguidor de Zola y su naturalismo,
se hace el máximo opositor a esa corriente con su obra “A contrapelo” (1884),
considerada como la biblia del movimiento decadentista; en ella, se exaltaba el
arte por encima de la vida bajo un idealismo radical que, además de chocar con
una realidad eternamente decepcionante, alentaba la huida hacia lo mortuorio o
lo prohibido. Por eso, llamaron a ese libro que queda plasmado en “El lector
decadente” por medio de algunos extractos, “venenoso” y “perverso”. Pero
precisamente por esa valentía, autores como Stéphane Mallarmé (también aquí
incluido) le iban a rendir pleitesía, se harían espiritualmente decadentes.
Publicado
en La Razón, 30-XI-2017