Foto de una exposición dedicada a varios premios Nobel de literatura, CaixaForum Barcelona, primavera 2018
Mario Vargas Llosa sabe lo que significa ser ciudadano del mundo
implicado en la sociedad, incluso desde la vertiente política y con mucha actividad
de tinte periodístico. Para tantos y tantos lectores, parece un hombre
incombustible e infatigable, prolífico y polifacético; todo un «obrero
literario», como lo llamó Carlos Barral en sus memorias, recordando un verano
en que el autor peruano, en la casa de Calafell del editor, trabajaba «ocho
horas diarias en la redacción de “La casa verde”», novela que aparecería en
1966 y obtendría el premio de la Crítica.
Autor de una obra ingente, en número y géneros literarios –aparte de
narrativa, ha firmado nueve obras teatrales, por ejemplo–, Vargas Llosa se
abrió a la celebridad artística gracias al premio Biblioteca Breve, comandado
por Barral, recibido por “La ciudad y los perros” (1962), también premio de la
Crítica. Un inicio despampanante porque, además de estar asociado a importantes
galardones, fue acompañado por el llamado “boom” latinoamericano.
Vargas Llosa fue el primer autor que descolló desde América Latina en
España, el que abrió la senda para que el mundo editorial acogiera a autores
mayores que él, como Cortázar o García Márquez. Barcelona era por entonces,
para los literatos, lo que había sido París para los poetas modernistas, y
Vargas Llosa aprovechó esa relación de forma primorosa. Disciplina, tesón,
curiosidad infinita, tales son las cualidades con las que aquel veinteañero llegó
a la capital francesa desde Lima, en 1959, se puso a leer toda una noche
“Madame Bovary” y se entregó a emular a Flaubert en su dedicación imparable. En
ese año había publicado el libro de cuentos Los
jefes y le esperaba una década gloriosa, con las obras mencionadas más el
relato largo “Los cachorros” y “Conversación en la catedral”, un título tan
paradigmático que fue usado por su gran amigo, el escritor uruguayo Ruben Loza
Aguerrebere, en su libro de charlas con Borges y Vargas Llosa «Conversación con las Catedrales»
(Funambulista, 2014), haciendo un guiño a este título de 1969. Ya han
pasado, pues cincuenta años, y aún se mantiene como de las referencias
inexcusables de la narrativa en español de la contemporaneidad.
El inicio de la historia no puede ser más directo y franco: «Desde la puerta de “La Crónica” [diario siempre ligado al gobierno de turno] Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú?”. A partir de esa preocupación, los dos personajes principales, el pesimista Santiago Zavala o Zavalita, joven de familia pudiente, que estudia en una universidad que es núcleo de la propaganda comunista que enfrentaba a la dictadura, y el zambo Ambrosio, que había sido el chofer –y algo más íntimo– con su padre, se desarrolla una conversación que dura cuatro horas, pero en la que van teniendo voz otros personajes secundarios.
El contexto en que sucede todo es el «ochenio» dictatorial del general Manuel A. Odría (años cuarenta y cincuenta), y la charla, se mantiene a mediados de los sesenta, en el modesto bar La Catedral, en alusión a la gran altura de su techo y a la forma de portón de iglesia de su entrada. El resultado de tal conversación fue esta novela de la que el propio autor habló en estos términos: que ninguna otra le había dado más trabajo, entre revisiones y reescrituras. “Si tuviera que salvar del fuego una sola de las que he escrito, salvaría esta”, sentenció.
Publicado en La Razón, 20-VIII-2019