Nos habíamos
acostumbrado tanto a leer e. e. cummings, pues fue así como aparecían firmados
sus libros de poesía, que nos chirría ver ahora su nombre en mayúsculas, en
esta recuperación de “La habitación enorme” (traducción de Juan Antonio Santos
Ramírez). Se trata de una de esas novelas de culto –alabada por cierto por
Francis Scott Fitzgerald– que responde al vanguardismo del que hizo gala
siempre el autor de Cambridge, Massachusetts. O tal vez, más que novela cabría
llamarla crónica autobiográfica, aunque al fin y a la postre el desarrollo del
texto tenga un marcado tono literario, con personajes llamativos, profusión de
diálogos y búsqueda expresiva singular, con multitud de extranjerismos y, de
modo muy original, dibujos del mismo Cummings que sirven para ilustrar lo que
se cuenta.
Como explica en el prólogo Susan Cheever, reputada autora estadounidense conocida por sus memorias, sus escritos sobre el alcoholismo y su dedicación a la historia de su país, Cummings sólo tardó un día en alistarse después del anuncio de que, en 1917, los Estados Unidos iban a entrar en la Primera Guerra Mundial. Era un licenciado de Harvard de veintitrés años que formaría parte del cuerpo de ambulancias en Francia, a pocos kilómetros del Somme; desde allí se dedicaría a escribir numerosas cartas a casa para contar lo que estaba sucediendo, con un ojo crítico muy señalado, y a causa de su actitud rebelde los oficiales franceses y americanos buscaron entre sus hojas indicios de traición, y con el añadido de algún que otro brote de desafío frente a sus superiores, al futuro escritor lo arrestaron e interrogaron, obligándole a decir que odiaba a los alemanes.
Él se negó a obedecer y de resultas de eso acabó en un campo de detención en Normandía. El libro, así, constituye la recreación de ese encierro kafkiano, en una habitación oscura llena de individuos que también esperaban a no se sabe qué y en la que Cummings permaneció los siguientes tres meses, con otras cuarenta y tantas sombras, durmiendo en jergones llenos de chinches y con cubos a modo de letrinas. Un lugar repugnante que al final es para el autor una forma de hablar de la condición humana más que de la guerra en sí o del sufrimiento extremo que esta acarrea, y además con humor, en un ejemplo admirable de cómo poner buena cara al mal tiempo. En paralelo, su padre maniobró para sacarlo de allí, incluso escribiendo al presidente Wilson, pero su hijo no necesitaba ser salvado: los personajes que estaba conociendo –incluidos los carceleros– eran demasiado interesantes, pues también había artistas, aunque volviera triste y enfermo después de un encierro semejante. Y ya en casa se dispuso a escribir lo que acabaría siendo un ataque contra los poderes fácticos; por ello, “La habitación enorme” ha acabado siendo considerada un canto a la libertad dentro del confinamiento, un texto antibelicista implícito por su reconstrucción literaria de gentes que tratan de sobrevivir aislados y a la vez obligados a relacionarse, en una ratonera donde surge lo mejor y lo peor de ellos.
Publicado en La Razón, 2-I-2020