Es el 26 de septiembre de 1940. Huyendo de los nazis, el crítico literario
y narrador alemán de cuarenta y ocho años
Walter Benjamin se suicida en Portbou, en la frontera española, con una
dosis de morfina. Un año antes había sido internado durante dos meses en un
«campo de trabajadores voluntarios» y, durante el verano de 1940, se había
refugiado en Lourdes e incluso conseguido, inútilmente, el visado para ir a
Estados Unidos. Era un fin que tenía algún que otro antecedente, siquiera en su
ánimo y planes, pues en agosto de 1931 había escrito en su diario por vez
primera su intención de suicidarse, y en julio de 1932, en Niza, redactado su
testamento y una carta para un amigo de Berlín, Egon Wissing, en la que le
transmitía su deseo de quitarse la vida.
Vicente Valero, que investigó la etapa que el escritor pasó en Ibiza en
esos años, nos facilita un fragmento de una carta reveladora. En ella, Benjamin
habla de «un tipo estrafalario con el que ya me he cruzado aquí y allá, y al
que invitaré a un vaso de vino blanco en caso de que no me apetezca estar
solo». Todo apunta a que ese tipo era la muerte, la misma muerte anhelada que
había aparecido en su diario y con la que soñaría de nuevo tras una fuerte
decepción amorosa sufrida en la isla balear, en el verano de 1932. El resto de
su vida, paralelamente al proceso por el que el partido nacionalsocialista iba
ganando adeptos para su limpieza étnica, sólo le aportaría tristezas y
persecuciones. Como tantos y tantos ciudadanos europeos infames a los ojos
nazis, el destino mortal de Benjamin estaba escrito de antemano.
Uwe-Karsten Heye, en «Los Benjamin. Una familia
alemana» (traducción de Jordi Maiso) se adentra en la vida y muerte de uno de los
pensadores más citados de las últimas décadas, y del que no cesan de aparecer
ediciones de sus obras, en un estudio que se extiende al resto de su familia. “Los Benjamin son los hermanos Walter y Georg y su hermana Dora, hijos de
una familia judía de la alta burguesía de Berlín. Sus padres, Emil y Pauline
Benjamin, no llegaron a vivir el hundimiento del mundo que habían conocido
después de 1933. Fallecieron antes, en los años veinte”, escribe el autor, sensible tanto al género de la
biografía como a asuntos que tienen que ver con la persecución política y la
desigualdad social o la discriminación de todo tipo; no en vano, en 2004 publicó sus memorias, centradas en los años de huida y de posguerra
durante la infancia y que en 2011 fueron llevadas a la pantalla con el título
de “Schicksalsjahre” (algo así como “Años fatídicos”); y por otra parte,
ha estado activamente comprometido en la lucha contra el racismo y la
xenofobia, así como en la denuncia de acciones vinculadas a corrientes de
extrema derecha.
Resistencia ante los nazis
Heye sigue los pasos del pequeño Walter desde su
infancia, etapa en la que es remarcable la ausencia “de facto” de los padres,
que confiaban el cuidado de su prole a niñeras o institutrices, hasta que se va
formando intelectualmente, si bien tardaría más, en comparación con sus
hermanos –Georg se hará médico y militante comunista, por cierto, y Dora, socióloga
y activista–, a la hora de posicionarse políticamente. En cualquier caso, los
tres “se opusieron valientemente al terror nacionalsocialista y pagaron por
ello con sus vidas. En los documentos y en las numerosas cartas que se han
conservado, custodiadas y ordenadas por la mujer de Georg, Hilde Benjamin”, que
llegó a ser ministra de Justicia de la República Democrática Alemana y la principal
responsable de la prosecución penal de los criminales nazis (en la Alemania
Occidental se la conoció como «Hilde la sanguinaria»), “puede seguirse la pista
de su resistencia contra el nacionalsocialismo, cuyo carácter homicida no tardaron
en reconocer”. De hecho, cuando el Ejército Rojo entró en Berlín y puso fin a
los bombardeos, ella y su hijo Michael eran los únicos supervivientes de la
familia en Alemania.
El libro es una estupenda biografía coral tomando a
Walter como eje, pero va mucho más allá, y eso es lo más destacable, por cuanto
se puede ir entendiendo que, como dice Heye, “Benjamin y sus vidas permiten
recordar que desde 1871 –el año de la fundación del segundo Reich– no ha
habido muchos momentos en los que Alemania despertara buenos sentimientos”; y
al respecto habla, por contraste, de “la revolución incruenta de 1989. Entonces
fue la gente la que tomó el destino en sus manos y conquistó las calles”. Fue
al final Michael quien se ocuparía de mantener la memoria familiar tomando el
testigo de todos esos documentos que conservó su madre, ligando el pasado
catastrófico del país con el presente y el futuro de Alemania, de tal modo que
la crónica de los Benjamin cubre todo un siglo de la historia contemporánea germana.
Todo lo cual acaba llevando a Heye a reflexionar sobre las consecuencias de la
división de Alemania en dos Estados y en dos sociedades, sobre el papel que cada
parte desempeñó en la Guerra Fría, sobre lo ocurrido en torno a la ansiada reunificación,
e incluso al respecto de la dimensión del nacionalismo hoy en día.
Publicado en La Razón, 25-VI-2020