La curiosidad viajera siempre ha caracterizado a los pueblos del Norte, con arqueólogos o aventureros que se trasladaron a los confines del planeta para conocer las diferentes actividades y hábitos culturales, con el afán de explicar la evolución humana y descubrir remotas geografías. En todo ello hay triunfos incuestionables, pero también sucesos trágicos, como el que protagonizó Robert F. Scott, que murió en el intento de alcanzar la Antártida, hazaña que logró el noruego Roald Amundsen en su particular carrera al Polo Sur. En fin, en todas las épocas hallamos ejemplos de emprendedores que no se han puesto límites a la hora de conocer el globo terráqueo, en tierra y mar, y algunos tan sorprendentes como uno bastante reciente que curiosamente, el público conoció por medio de un comediante.
Estamos hablando del grupo humorístico que empezó triunfando en la televisión y tuvo una gran andadura fílmica, los Monty Python, con películas de trasfondo histórico y tono cómico. Uno de sus miembros fue Michael Palin, que también se ha dedicado a labores como escritor e investigador, caso de “Erebus. Historia de un barco”, que respondía a su gran afición por viajar por mar y a un descubrimiento: preparando una conferencia en el año 2013 dio con la vida del botánico Joseph Hooker (1817-1911), que a los veintidós años participó como cirujano en una expedición naval de la Marina a la Antártida que se prolongó durante cuatro años, a bordo del barco “Erebus”.
Este protagonizó una hazaña épica al alcanzar semejante territorio, pero en 1846, junto con su barco gemelo “Terror”, desapareció de forma enigmática, y con él 129 tripulantes. «Fue la tragedia que más vidas se cobró de toda la historia de la exploración polar británica», dice Palin, quien, con la ayuda de crónicas y cartas de oficiales y marineros, recreaba cómo pudo ser la vida en la cubierta de esa nave que empezó sus peripecias como buque de guerra, en 1823, en Gales, y que se trasladó al Mediterráneo para afrontar las afrentas de los corsarios turcos. Más adelante, sería elegido junto con “Terror” para explorar la Antártida, al mando de James Clark Ross, que se reunió en Tasmania con John Franklin, un viejo amigo que era el gobernador de la región, para emprender una peripecia que acabó exitosamente: con ello demostraron la existencia de la Antártida y fueron los primeros en atravesar el casquete polar. Nadie había llegado antes más al sur.
Manos gélidas y temblorosas
Ross llevó a cabo otra expedición a la Tierra de Fuego, donde contactó con los indígenas, hasta que todo se hizo tan duro que regresó a Inglaterra en 1843. Dos años más tarde, el “Erebus” y el “Terror” zarparon hacia el Polo Norte, con Franklin a la cabeza. Pero no volvieron jamás, y ni siquiera las campañas de rescate de Ross dieron efecto; es más, al hallarse algunos restos del naufragio, se dieron por muertos a sus navegantes. Todo apunta a que el hielo había destrozado los barcos y los marinos siguieron a pie buscando sobrevivir, pero su destino era convertirse en cadáveres y ser descubiertos por los inuits. Con semejante libro se nos acercaba la personalidad de personajes fascinantes, hechos de otra pasta, como Francis Crozier, segundo al mando del que se cuenta una anécdota que dice mucho: el hecho de que le temblaban las manos tanto que no podía ni sostener un vaso, como observó la hija de Ross. Y entonces este dijo: «Esto es consecuencia de una noche en la Antártida».
Pues bien, ahora nos llega, como reza el subtítulo de “Un manicomio en el fin de mundo”, toda una odisea marítima, la del “Belgica” en la Antártida (traducción de David Muñoz Mateos), de Julian Sancton. Este cuenta la peripecia que vivió la Expedición Antártica Belga, dirigida por el conde Adrien de Gerlache –quien un poco antes ya había pisado Groenlandia–, entre los años 1897 y 1899. El barco tenía 30 metros de eslora y contaba como segundo capitán con Amundsen. Sancton, que ha ejercido de reportero en todos los continentes, incluida la Antártida, se cruzó con la historia que le llevó a escribir este su primer libro al leer un artículo de prensa, aunque versaba sobre los planes de la NASA para organizar una misión tripulada a Marte; así, al mencionar este texto asuntos relativos a cómo estar confinado en extremas circunstancias durante mucho tiempo, se citaba esta expedición polar que fue una calamidad absoluta.
Un manicomio en el fin del mundo tuvo, además, la suerte de beneficiarse de fuentes principales de primera mano: el testimonio escrito de once de los diecinueve hombres que partieron de Sudamérica a bordo del “Belgica” con el propósito de conocer la Antártida. Les esperaba toda clase de problemas; para empezar, terribles tormentas y choques contra arrecifes que estropearon la nave, enfermedades –como el escorbuto y la anemia por la falta de luz solar– entre la tripulación y hasta la muerte de un marino, el noruego Carl-August Wiencke, que cayó al agua y al que fue imposible rescatar. El caso es que el barco quedó atrapado en el hielo y no hubo más remedio que plantearse la necesidad de pasar a bordo el invierno en la Antártida, nueve meses en circunstancias infernal, demencialmente blancas… y hasta negras, pues tendrían que soportar una oscuridad total desde el 17 de mayo al 23 de julio.
Una lectura de novela
Con semejante situación no extraña que algunos tripulantes enloquecieran, mientras intentaban sobrevivir a base de cazar pingüinos y focas. Pasó el tiempo y llegó el comienzo de 1899, aún con el “Belgica” inmovilizado en el hielo, pero al mes siguiente lograron avanzar un poco recurriendo a explosiones de dinamita hasta que salieron del agua gélida en marzo. Todavía quedaban diecisiete supervivientes, que regresaron a la ciudad de Amberes el 5 de noviembre. Había sido la primera expedición en tomar fotos del continente helado y se habían descubierto especies animales y vegetales, como hizo el biólogo rumano Emil Racovitza, que observó un mosquito de cinco centímetros (pero que no volaba) y la “Deschampsia antárctica”, una planta con flor capaz de “soportar el frío, el viento y la pobreza del suelo”.
Mención aparte merece el médico estadounidense Frederick Cook, que llegó afirmar que fue el primero en alcanzar el Polo Norte, lo que acabó desmintiéndose más adelante. De algún modo tuvo este científico una actitud heroica, pues entendió que comer carne de pingüino, algo habitual en las tribus locales, era crucial para evitar dolencias y alimentarse bien; asimismo, atendió a los compañeros que mostraban signos de desquiciamiento, indudablemente por vivir en una completa negrura y con el riesgo añadido de que, si no se iba partiendo el hielo según avanzaban los días, estaba la posibilidad de pasar allí un segundo invierno consecutivo y, con toda probabilidad, mortal.
Con todo, lo mejor del libro es su tono aventurero, su escritura casi novelesca, pues capta con energía e intensidad los movimientos y decisiones de unos marineros que se estaban adentrando en fauces heladas: «El “Belgica” avanzaba a gran velocidad, impulsado por vientos de cien kilómetros por hora en las velas, virando a un lado y a otro por las vías y las polinias de aguas abiertas. La tripulación sentía las ráfagas de cellisca en la cara como miles de aguijones. La visibilidad era escasa y el barco iba tan rápido que a menudo tenían que maniobrar en el último segundo para evitar icebergs o una colisión violenta contra la orilla opuesta de un lago en la banquisa», escribe Sancton en el capítulo 8, «¡Hacia el sur!». «Parece que entramos en otro mundo», escribió De Gerlache. «Como a los héroes de las sagas escandinavas, dioses terribles nos obligan a soportar pruebas sobrenaturales».
Se trataba del punto de inflexión que marcaría todo el destino del barco. Sólo el comandante y otro de los marinos en aquel momento sabían que no había vuelta atrás, mientras que, prosigue el autor, «el resto de la tripulación creía que entraban en el hielo para refugiarse temporalmente de la tormenta. La fuerza de las olas que se agitaban bajo el hielo se disipó a los pocos kilómetros; no obstante, en las veinticuatro horas que pasaron desde que entraran en la banquisa, el “Belgica” había recorrido casi ochenta millas náuticas, unos ciento cincuenta kilómetros. (…) Nadie sospechaba que De Gerlache había decidido continuar a toda costa, contra los deseos de la tripulación, aun a riesgo de condenar a la expedición a la prisión del hielo.»
Publicado en La Razón, 4-I-2024