En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Andrea Aguilar-Calderón.
Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder
salir jamás de él, ¿cuál elegiría? Elegiría la
casa de mis sueños. Yo he viajado, incansablemente, durante buena parte de mi
vida. He estado casi en la mitad de los países del mundo. Sin embargo, luego de
tantos años de ir de acá para allá, más y más valoro tener un hogar. No sé si
es la edad, un trauma pospandémico o qué, pero me entusiasma esta etapa de señora
de IKEA. La casa donde vivo ahora no es aún mi casa ideal pero, igual, me hace
muy feliz. Sin embargo, como esta es una pregunta hipotética, entonces
hipotéticamente viviría en la casa de mis sueños, con un jardín enorme para
tener muchas mascotas, una terraza para hacer fiestas con mis amigos, una
piscina para nadar en días soleados y una biblioteca gigante con chimenea para
leer y leer en días lluviosos. En fin, un lugar del que no pueda salir, pero al
que pueda traer el mundo o, al menos, lo que amo del mundo.
¿Prefiere los animales a la gente? Con todo y
que amo a los animales, con todo y que crecí rodeada de muchas mascotas, con
todo y que su simpleza me brinda tranquilidad (que se parece mucho a la
felicidad) mi respuesta es no. Prefiero a la gente. Los seres humanos son mucho
más complejos y, por ello, me parecen
más interesantes. Desde niña he sido así: prefería los episodios de Heidi en
Frankfurt peleándose con la señorita Rottenmeier que los de la montaña con Copo
de Nieve.
¿Es usted cruel? Me gusta pensar que
no. Pero cuando veo tanto sufrimiento en el mundo y veo lo poco que hago por
resolverlo, me da pena mirarme al espejo.
¿Tiene muchos amigos? Sí. Y muy diferentes
entre sí. Esa es una de las razones por las que no organizo fiestas de
cumpleaños: creo que no se llevarían entre ellos.
¿Qué cualidades busca en sus amigos? Honestidad y, a falta
de una mejor palabra, diría que conexión. La enorme mayoría de mis amigos vive
lejos de mí. Podemos pasar años sin vernos. Sin embargo, cuando hablamos o nos
volvemos a ver es como si nunca hubiesen existido ni el tiempo ni el espacio,
con los cuales está hecho el mismísimo universo. Siempre me ha parecido algo
así como un milagro.
¿Suelen decepcionarle sus amigos? No. Por supuesto que
se equivocan, como todos los seres humanos, pero es rarísimo que me decepcionen
al grado de que yo pueda usar esa palabra.
¿Es usted una persona sincera? Me gusta
pensar que sí. Si es sobre mí misma, creo que más bien a veces soy demasiado
sincera. Pero, por otro lado, como soy de Costa Rica y ahí es casi un crimen
caer mal, si tengo algo negativo que decir sobre alguien, le voy a poner tanto dulce
de leche y crema chantilly que al final puede que no sea ciento por ciento lo
que me pasó por la mente.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre? Depende de si ese día amanecí introvertida o extrovertida. Desde la pandemia, oscilo entre esas dos tendencias. Si amanecí extrovertida, amo salir con amigos. Uno de los momentos más ordinarios pero que me hacen más feliz es cuando estoy en un bar, restaurante, cafetería o donde sea, y ordenamos la primera bebida. Cuando la noche está comenzando y todo está por escribirse. Si amanecí introvertida, amo leer. Me gusta elegir escenarios para hacerlo: una cafetería acogedora, bajo el árbol del parque donde igual me puede caer una hoja otoñal como una cagada de pájaro, el asiento de un tren nocturno o mi casa, en un rincón. En un mundo donde escribo mis propios textos y donde escribo mi propia vida, aquello que ya está escrito me hace feliz. Como vemos, son dos contradicciones. Pero es que el ser humano está lleno de contradicciones.
¿Qué le da más miedo? A nivel existencial
y profundo, el arrepentimiento. Para mí,
todas las maldiciones deberían de empezar con «y si hubiera». Lo peor es que se trata de un miedo que se
hace realidad de manera frecuente porque los seres humanos la cagamos todo el
tiempo. A nivel más anecdótico y no tan profundo, tengo una fobia poco común:
me dan miedo los cuerpos con una cabeza que no les corresponde. Mi abuelo tenía
unas postales (sí, postales) muy macabras, con cadáveres de un accidente de un tren
que se descarriló y cayó a un río, en Costa Rica, hace casi un siglo. Las vi
por primera vez cuando tenía cuatro años. Entre ellas, la que más me impactó
fue la de un hombre que, probablemente al rodar por el acantilado, terminó con
unas ramas donde debería haber estado la cabeza. Desde entonces no puedo ver un
cuerpo cuya cabeza no calce, sin cabeza o con más cabezas de la cuenta. La
gente me pregunta que dónde carajos ve uno eso, pero es mucho más frecuente de
lo que una persona que no padece esta fobia pueda notar: en algunas tiendas a veces
ponen maniquíes con cabeza de animal, en publicidad en ocasiones usan imágenes de
alguien con un televisor o una computadora en vez de la cabeza o, tomemos por
ejemplo, la bandera de Albania, que tiene un águila bicéfala. Si es así, no
entro a la tienda, no veo la publicidad y, aunque me interesa ir a Albania,
para mí sería una terapia de exposición constante.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le
escandalice? Cómo normalizamos a aquello que no debería ser normal y
cómo yo misma tampoco hago nada por cambiarlo. Por ejemplo, me parece que las
visas no deberían existir: ¿por qué una persona sí puede entrar a un país sin
mayor trámite y otra persona no, únicamente con base en el sitio en que nació? Prácticamente
todas las naciones del planeta tienen este sistema «normal»
cuando no debería haber nada de normal en la discriminación pura.
¿O por qué la vida de un soldado parece valer menos que la de un civil? Como si
los soldados fuesen incapaces de sentir dolor, como si no tuviesen seres
queridos que van a llorar delante de sus tumbas, como si no fuesen humanos. ¿O
por qué, en una noche fría, seguimos caminando por una calle donde duerme una persona
al raso? Y, sin embargo, yo continúo caminando y doblo la esquina. Todo lo
justificamos. Espeluznante.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida
creativa, ¿qué habría hecho? En realidad, desde niña yo he
querido hacer de todo. Y, a lo largo de mi vida, he tenido muchos y muy
variados oficios, algunos muy poco frecuentes, como trabajar en un hotel para
perros en Alemania, en un campo nudista en Montenegro o en un internado para
niños de escasos recursos económicos en Mozambique. Al final, de lo único que
me quedaron ganas fue de escribir. Por eso me gusta creer en la reencarnación:
porque una vida no me es suficiente para hacer todo lo que me gustaría. Para la
próxima, estoy considerando estudiar derecho o psicología. Si no logro entrar a
la universidad, entonces creo que seré cartera. De niña, me parecía el trabajo
ideal para pasar todo el día al aire libre y andar en bici.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico? Sí. Correr
y nadar. Las dos son actividades muy individuales. Me gusta tener ese momento
mecánico solo para mí y pensar en mis propias mierdas existenciales.
¿Sabe cocinar? Lo básico para fines meramente de supervivencia.
No me gusta para nada. Me da pereza invertir tanto tiempo en algo tan efímero. Me
estresa pelar, picar, controlar el tiempo, la temperatura y las especias.
Además, carezco de creatividad: cuando voy al supermercado y veo, digamos,
verduras, lo único que se me ocurre es hervirlas. Aparte, no tengo un paladar particularmente
sensible, ni mucho menos educado. Sin embargo, admiro profundamente a quienes
saben cocinar. El mundo es un mejor lugar gracias a ellos.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un
personaje inolvidable», ¿a quién elegiría? Esta es una de esas preguntas
que nunca sé cómo contestar porque hay tantos personajes… Además, la respuesta,
para mí, varía según el momento. Hoy, diría que a María Carolina Hoyos, hija de
Diana Turbay, periodista colombiana que fue secuestrada y asesinada durante los
tiempos de Pablo Escobar. Una vez escuché una entrevista suya en que compartía
cómo había sido el proceso de perdonar a quienes mataron a su madre, incluyendo
un encuentro personal con Jhon Jairo Velásquez, alias Popeye, quien era uno de
los últimos miembros del cartel de Medellín que aún seguía vivo. A mí me parece
algo imposible. Hay, por supuesto, muchísimas cosas que me parecen imposibles y
de eso están llenos los medios de comunicación: logros en la ciencia, los
deportes, las artes… Pero de esos logros espirituales, que trascienden la misma
condición humana, hay muy poco y me parece que en un mundo donde hay tanta polarización
es de personas que alcanzan estos niveles que deberíamos aprender.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de
esperanza? «Sí».
Por supuesto que dependiendo del contexto, pero en cualquier idioma es la
palabra con la que comienza todo.
¿Y la más peligrosa? «Nuestro». Justamente
en las últimos meses he estado pensando mucho en ello. Usada en un contexto colectivo
puede ser una palabra muy engañosa. «Nuestras
tradiciones». «Nuestro país». «Nuestros ideales». En apariencia,
todo inocentemente bien; al fin y al cabo somos seres más tribales de lo que
estamos dispuestos a reconocer. Sin embargo, es una palabra que, si no se tiene
cuidado en un mundo cada vez más polarizado, puede abrir brechas insalvables,
deshumanizantes, mortales. Al menos, personalmente he decidido evitar decir «nuestra gente». Prefiero
pensar que toda la gente es mi gente.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien? Sí, claro. Pero del
dicho al hecho hay mucho trecho y quiero aprender más para nunca llegar a
recorrer ese trecho. Quiero alejarme de él todo lo posible.
¿Cuáles son sus tendencias políticas? Centro-izquierda. Me
gustaría decir que izquierda, como cuando era más joven. Sin embargo, ya
observando mis prácticas cotidianas me doy cuenta de que no soy ciento por
ciento consecuente con ello. Hay verdades que no queda más que admitir, aunque
suene poco romántico y decepcionante para quienes fuimos alguna vez.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser? Fantasiosamente,
una viajera en el tiempo. Quisiera poder regresar a muchos instantes en mi vida,
cuantas veces quisiera, aunque no pudiese cambiar absolutamente nada. Siempre
he pensado que, si el cielo existe, debe de tener todas las personas con quienes
nunca más vas a estar, todos los lugares a los que nunca más vas a volver y
todos los momentos que nunca más vas a vivir.
¿Cuáles son sus vicios principales? El egoísmo. Suelo
meterme tanto en mi propia historia que se me olvidan los demás y el mundo exterior.
Y me caigo mal por ello. Podría hacer más para mejorar la vida de otros. Mucho
más. Creo que es un defecto contra el que lucharé toda mi vida. También, la
inconsecuencia. Nada más humano que la contradicción, es verdad, pero quisiera
ser total y absolutamente consecuente entre lo que digo y lo que hago. Por
último, la indisciplina: me distraigo fácil y me inclino hacia la gratificación
inmediata. Incluso, diría que tiendo a ser bastante hedonista. Por lo tanto, empiezo
muchos proyectos, pero no los termino. Por ejemplo, mi novela Una asesina en
el espejo la comencé a escribir hace catorce años. Y no es porque haya
escrito algo así como Guerra y paz, sino porque me distraje tanto como
para darle la vuelta al mundo casi tres veces, literal. Así, he dejado muchas
historias sin final.
¿Y sus virtudes? Soy de mente abierta.
Me interesa genuinamente entender a las personas: de dónde vienen, qué piensan,
por qué actúan como actúan. No soy alguien que acostumbre juzgar a los demás de
manera contundente. Más bien, creo que, en ese intento por realmente entender a
la gente, a veces no condeno bastante acciones que lo merecen. Pero creo que he
vivido lo suficiente como para saber que hay más de dos colores en la vida. Ligado
a lo anterior, soy muy sociable. Puedo llevarme bien con personas que, incluso,
son casi lo opuesto a mí y ver lo mejor en ellas. También, puedo adaptarme a
ambientes muy distintos: igual la paso bien en una biblioteca que en un club de
música electrónica. Por último, vivo la vida intensamente. Si estoy ante una
disyuntiva, me pregunto: «Si mi vida fuera una novela, ¿qué
sería más interesante para mi personaje?»
Entonces, el camino se me revela y la gran mayoría de las veces, voy con todo. No
me da miedo hacerlo. Lo que me da miedo es no hacerlo.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del
esquema clásico, le pasarían por la cabeza? Ya lo he vivido.
Cuando tenía quince años, estuve a punto de ahogarme en un río. Quizás porque
no llegué a perder la consciencia, no tuve la oportunidad de experimentar ese
esquema clásico. No vi pasar mi vida en un segundo, ni pensé en mis seres
queridos, ni llegué a ninguna conclusión trascendental. Lo único que podía
pensar es: «¡Cuánta razón tiene la gente cuando
dice que las dos peores muertes son morir quemado o ahogado!»
Al final de cuentas, al final de la vida, después de tanta complejidad, somos muy
básicos.
T. M.