domingo, 2 de febrero de 2025

un atroz relato inédito desde Auschwitz

«La primera vez que me encontré con Simone Veil fue para proponerle hacer un documental sobre su vida. Ella me mira, yo guardo silencio. “¿Qué es lo que le interesa de mí?”. “Su moño, madame”, le respondo. Noto que se estremece. Entonces me cuenta que en su vagón algunas mujeres no fueron rapadas del todo y que eso les salvó la vida. Sin saberlo, yo había tocado un aspecto central de su deportación.» Son palabras de David Teboul, que editó el libro «Amanecer en Birkenau» (Pre-Textos, 2022) y realizó y escribió el documental «Simone Veil, une histoire française» (2004), donde la protagonista ya había evocado sus vivencias en el campo nazi de Auschwitz-Birkenau, refiriéndose, entre otras cosas, a las calamidades sufridas junto a su madre y su hermana y su afán de sobrevivir, robando lo que podía, azúcar o patatas.

Veil pasó dieciocho meses de su vida en tamaño infierno. Había nacido en Niza en 1927, en el seno de una familia judía laica no practicante, y en 1944 fue detenida e internada en el campo de Drancy; de allí la trasladaron al citado campo de exterminio nazi, pero su madre falleció de tifus, tres semanas antes de que los británicos liberasen el campo, tras la llamada «marcha de la muerte» al campo de concentración de Bergen-Belsen. Simone y su hermana tuvieron la suerte de mantenerse con vida hasta que el campo fue liberado en 1945. Murió en 2017 después de haber hecho carrera como magistrada y de tener cargos políticos, además de presidir la Fundación por la Memoria de la Shoah desde 2001; cuatro años más tarde, fue galardonada con el Premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional.

Con Teboul, Veil se abrió para contar parte de su estremecedora historia, con intervenciones como esta: «La guerra había segado a una generación entera. Estábamos desmoronados. Mis tíos habían sido médicos, pero ya no les quedaba nada. Su clientela había desaparecido. Su casa había sido saqueada. Sus ahorros se habían esfumado. Al día siguiente de mi llegada a París, como no tenían dinero ni ropa que ofrecerme, una vecina vino en mi rescate con un vestido y algo de ropa interior». De esta manera, compartió con el cineasta la desolación que inundaba aquel lugar, en que no había absolutamente nada a lo que aferrarse, sin ganas de vivir para nadie, de tal modo que «fingíamos querer seguir adelante». 

La deportación de judíos

Ahora todo ello goza de un complemento extraordinario por medio de «Solo la esperanza calma el dolor» (traducción de María Lidia Vázquez Jiménez), que cuenta con un prefacio de los dos hijos de Veil en que hablan de cómo se originó el libro: fue a partir de una iniciativa denominada «Memorias de la Shoah», confiada a la periodista e historiadora Dominique Missika, «que recogió más de cien testimonios en forma de entrevistas filmadas. Ante la cámara, cada persona cuenta su historia, su familia, su recorrido, su destino, su retorno, siempre diferente, pero siempre el mismo, el de una supervivencia milagrosa en el corazón del infierno, por una sucesión de suertes o de azares».

El caso es que se logró recabar información de 76.000 judíos deportados de Francia, de los cuales menos de 2.500 regresaron de los campos de exterminio, prosiguen los hijos; entre esas entrevistas se encontraba la que se le hizo a Veil. Se trataba de un documento audiovisual entrañable, emocionante y valioso para Jean y Pierre-François Veil. Por lo que respecta al presente libro, Simone se sienta frente a la directora de películas y escritora Catherine Bernstein —que tuvo una tía muerta en 1943 en Auschwitz—, quien empieza preguntando por su familia. En aquel momento Veil aún no había publicado su autobiografía, titulada «Una vida». Sin embargo, se dice en el prólogo, desde su discurso en 2005, «en la conmemoración del 60.º aniversario de la liberación de Auschwitz-Birkenau, se había convertido en la portavoz internacionalmente reconocida de los supervivientes».

Esta novedad, por cierto, entronca con otra de Xabier Irujo, director del Centro de Estudios Vascos de la Universidad de Nevada, Reno, donde es catedrático de estudios de genocidio: «La mecánica del exterminio. La industrialización de la muerte en los campos de concentración nazis» (editorial Crítica). Y es que, claro está, para que se desarrollaran cientos de campos era imprescindible toda una serie de protocolos y procedimientos para organizar, explotar o asesinar a los presos. El autor va contando como se preparaban los desplazamientos forzados y las concentraciones masivas, cómo se transportaban a las gentes detenidas o el proceso de asignar tareas a todos hasta que se llegaba a la ejecución.

El después del Infierno

Por supuesto, esta clase de investigaciones, tantas décadas después, harían asentir y añadir mil y un detalles más a una persona como Veil. Esta, a lo largo de las páginas de «Solo la esperanza calma el dolor», va desgranando las innumerables monstruosidades que ya conocemos gracias a otros muchos testimonios, y además, el libro presenta un aspecto cuando menos muy poco divulgado y que hasta puede sorprender habida cuenta de qué tipo de existencia podía darse en semejante contexto: «Veil aborda un tema tabú, el de las relaciones sexuales en los campos. Sí, existieron: “A los hombres no les gusta hablar de ello”, dice ella sobriamente». Y añade: «Tema doloroso donde los haya: el retorno. Nunca antes Simone Veil había hablado con tanta “ira” de este periodo. El regreso no se parecía a lo que ella había soñado».

Se refiere al hecho de que ella percibió que las circunstancias de los supervivientes «contaban menos que las de los combatientes de la Resistencia o los presos de guerra. A ellos los repatriaron en tren, a algunos en avión, y a ella y a su hermana Milou, enferma de tifus, en camión. Ese resentimiento se incrementó cuando supo que su hermana mayor, Denise, que había regresado de Mauthausen un mes antes que ella, fue invitada a dar conferencias sobre la Resistencia». Así, había jerarquías en aquel submundo de horror, pues por una parte estaban los deportados, vistos como entes gloriosos, en especial los deportados políticos, y por la otra, los deportados de segunda clase, esto es, los judíos, «los deportados raciales», como los llamaban.

El libro también capta el ánimo de desolación y soledad que acució a Veil al reincorporarse a la vida ordinaria, aún sin saber lo que había pasado con su padre y hermano, que habían sido deportados a los países bálticos. Es una muchacha de dieciocho años que no tiene a nadie a quien recurrir en París. Pero entonces entiende que, en palabras de Missika, tiene «una obligación. No ese maldito “deber de memoria”, expresión desacreditada y banal. No. La obligación de transmitir y de incitar a transmitir lo que había sido la aniquilación de los judíos. Puesto que había tenido la suerte de volver, cumplía la promesa que hiciera a los que murieron de hablar en su nombre. Lo que quería era ser escuchada». Tal cosa no será nada fácil, pues cómo comprender la magnitud de malvivir y ver morir alrededor a gentes inocentes en un campo hitleriano. Así, Veil tuvo que soportar desconfianza e incomprensión, pero persistió en denunciar el Holocausto, a lo largo de una tarea heroica e insobornable por siempre.

Publicado en La Razón, 11-I-2025