lunes, 19 de octubre de 2009

Castidad y Amor

Foto: Antoni Bofill

Como es de rigor, un hombre duerme profundamente en la butaca de al lado; ha venido a descansar al piso tercero del Gran Teatre del Liceu, mientras allá abajo, encima de un escenario aséptico, armado de artilugios móviles, a cuál más espantoso, se interpreta la opera buffa de Vicente Martín Soler y Lorenzo da Ponte L’arbore di Diana. Por qué la actualización de obras clásicas se convierte en excusa para que la tecnología impere en la escenografía moderna, me pregunto una y otra vez. Aquél que vi no era un lugar artístico que sirviera de hermoso marco para la obra que el compositor valenciano y el libretista de Mozart estrenaron en 1787, en el Burgtheater de Viena, sino una construcción que sólo transmitía una idea: la sofisticación esnob de lo que cuesta mucho dinero.

La calidad de los cantantes, la perfección de la orquesta, el sonido magnífico, los subtítulos en catalán para no perdernos en nuestra ignorancia del italiano... Todos son elementos incuestionablemente positivos, pero también hay otro que se puede apreciar con cierto estupor: el silencio y la sequedad de un público que no encaja aquí. Me explico. Francisco Negrín, el director, dice que se trata de una pieza «divertida, popular y picante, pensada para gustar a todo el mundo», nada intelectualista y que se corresponde con el conocimiento de las gentes vienesas de finales del siglo XVIII: todos sabían quién era Diana y Endimión, por ejemplo, todos reirían con la tensión sexual establecida entre los que representaban la castidad y aquellos otros enamoradizos, entre la vigilancia de una diosa y las travesuras de sus ninfas.

Hoy vivimos al margen de los personajes mítico-simbólicos, y cuántas cosas nos perderemos por esa carencia educativa al ver una obra de tales características. El auditorio de 1787 sonreiría por los chistes de tono elevado, por la ironía clasicista convertida en una suerte de sainete-fábula. Aquella noche en la ópera, disfrutando de todos los detalles que han de acompañar una velada semejante –una bella y elegante mujer como compañía; un desconocido durmiendo a pata suelta codo con codo–, el público sin embargo permaneció mudo y sólo se atrevió a soltar carcajadas por cosas tan primarias e incluso estúpidas como las que siguen: que un perro enorme de juguete entrara caminando solo al escenario, y que los actores y actrices, casi al final de la función, se pusieran a bailar una especie de sardana. El refinamiento de las corbatas y tacones, de los vestidos oscuros y de los ancianos burgueses se vino abajo en un instante, y salimos a las Ramblas, aturdidos por no saber nada pero intuyéndolo todo.