La noticia me llega leyendo la prensa digital, despreocupado, acabando la taza de café frente al ordenador y junto a los libros, antes de las seis de la mañana. Es un golpe duro entre las costillas, un derechazo que convierte la noche oscura aún en el esfuerzo por asimilar una muerte lejana y a la vez cercanísima: el locutor Andrés Montes ya es cadáver, en su casa, a los 53 años.
Hay veces que uno atesora amigos que no ha visto en persona, pero que son íntimos desde la pantalla del televisor. Compañía en forma de voz e imagen ha formado el transcurrir de una profunda amistad: presencias cotidianas y cómplices de una pasión, porque configuraban una cita con, es mi caso, la religión del baloncesto. Ramón Trecet, Pedro Barthe, Antoni Daimiel, Andrés Montes... narradores y comentaristas televisivos, grandes compañeros a los que jamás conoceré pero a los que les debo tanto: desde la infancia hasta el día de hoy, miles de horas de felicidad, entretenimiento y emociones; el ritual de cada semana, año tras año, frente a los partidos de la NBA, la liga española o las competiciones internacionales.
«La vida puede ser maravillosa», solía repetir Montes, un hombre lúdico y apasionado de la música y de la gastronomía, que últimamente se perdió (para mí) en la masa futbolera pero que resurgió en los veranos de los años 2006-2009 mediante la retransmisión de los encuentros de basket de España en el campeonato del mundo de Japón, los juegos olímpicos de Pekín y el campeonato europeo de Polonia. Qué indigno final para quien abanderó esa frase como modus vivendi. Como si un hombre que rió y quiso hacer sonreír a los demás se mereciera una muerte más risueña, una existencia longeva, una suave salida de un mundo que disfrutó tanto y que, hoy, silencia su voz y entierra un poco nuestra compañía.