Con obras como La familia Moskat (1950) –traducción de Juan José Guillén, editorial RBA–, el polaco en lengua yiddish Isaac Bashavis Singer (1904-1991) pretendió recrear al dedillo la vida de los judíos en Varsovia. A eso se consagró desde su exilio en Estados Unidos, en 1935, el año de su debut literario con la novela histórica Satán en Goray, es decir, desde un lugar lejano (en el espacio y el tiempo) a la masacre que iban a padecer sus compatriotas varios años después. Sin duda, ese esfuerzo por volcar en el recuerdo literario todo un modus vivendi de una población siempre amenazada con la exclusión sería el principal baluarte que la Academia sueca esgrimiría para concederle el premio Nobel en 1978.
Este vegetariano hasta la médula –«en relación con los animales, toda la gente son nazi», llegó a decir–, radicado primero en Nueva York y muerto en Miami, compaginó su tarea periodística a favor de los judíos con la escritura de esta voluminosa historia sobre Meshulam Moskat, «un judío de la vieja escuela», y su progenie. Era su segunda novela, y el inicio de una forma de narrar con una estructura muy definida y que iba a repetir en relatos igualmente extensos como La casa de Jampol (1967). Si en esta obra conocíamos los sucesos de todo un pueblo mediante su protagonista, un comerciante que creaba fortuna a la vez que sufría diversas desgracias personales (muertes y abandonos familiares), en La familia Moskat Singer coloca a otro judío acaudalado para centrar las divergencias que irán asolando a sus hijos, nietos, amigos y conciudadanos, durante su vida (primer tercio del texto) y tras su muerte: en especial, cómo cambia todo la llegada de Asa Heshel, un estudiante que huirá con una de las hijas del patriarca.
Así, se van desarrollando relaciones primarias de amores y divorcios, discusiones sobre hábitos rabínicos, bodas y costumbres ancestrales; de vez en cuando, se alude a «los rumores de que van a matar a todos los judíos» (pág. 335) y el autor salpica el texto de referencias a la tendencia de hablar, en aquella época, de los llamados «judíos modernos» frente a los tradicionalistas, de la «nación judía» y de los fanáticos religiosos, etcétera.
Singer es un puro practicante del costumbrismo, su ritmo novelesco es lento y está falto de intensidad argumental y garra narrativa; se limita a detallar los entresijos de la vida diaria de los Moskat, e intercala largas epístolas de algunos personajes que no hacen más que lastrar el contenido. Y como había hecho con el relato de Jampol, al insinuar el tema interesante cuando se acababa la novela (en aquella ocasión: «¿Por qué los judíos no tienen su propia tierra? ¿Por qué no viven en Palestina?»), en La familia Moskat hay que esperar a la página 723 para que aparezca Hitler –«No hacía falta ser un estratega para distinguir los vientos que soplaban. El lobo nazi estaba aullando a las puertas de Polonia»–, y se explique el éxodo de varios personajes, entendiendo que nada va a ser igual a partir de aquel momento.
(Publicado en La Razón, 29-10-2009)