jueves, 22 de octubre de 2009

Obedecer al destino




Como todo libro escrito por un autor perseguido, en tiempos difíciles y que atañe a asuntos de máxima gravedad, este también tiene una historia detrás. Erika, hija de Thomas Mann, lo escribió exiliada en alemán –versión perdida– pero se tradujo al instante al francés (en opúsculos) y al inglés, y se publicó en Londres y Nueva York en 1940. Irmela von der Lühe, encargada de editar los textos autobiográficos de Erika Mann en Precisamente yo (Minúscula, 2002), nos proporciona estos detalles y muchos otros que remiten a la manera en que la autora concibió unos relatos que son pedazos de una misma narración: el acoso y derribo al pueblo judío por parte del partido nacionalsocialista.

Cuando las luces se apagan, así, se compone de diez «capítulos» encabezados cada uno con unas palabras en cursiva que indican el tema que se va a desarrollar en «La ciudad» –como reza el primer texto– donde se va a representar el drama, siempre protagonizado por individuos de clase media que abarcan diferentes profesiones. Literatura y realidad se dan la mano de forma absoluta, pues, como apunta Mann en una nota final, «todas las historias, tragedias, personajes, acontecimientos, sucesos, leyes, estadísticas y declaraciones que figuran en estas páginas están basadas en hechos; son hechos», y así lo constata en un apéndice donde se especifican las fuentes informativas usadas.

De este modo, la ficción es verdad, una verdad que se corresponde con las situaciones corrientes del día a día de los judíos que, una y otra vez, fueron acusados de los delitos más disparatados que puedan imaginarse. Y entonces es cuando esa espantosa mezcla de absurdo peligro –como la maestra Marie, sospechosa falsamente de haber abortado y que se suicidará junto a su novio por no soportar el juicio del que es víctima, en «Por culpa de un error»–, se convierte en la mayor tristeza. Esta desconcertante fusión tragicómica se extiende a cuentos en los que Mann consigue que, leyendo narrativa, conozcamos con realismo los entresijos de los pequeños comercios –en el cuento «Controles recíprocos»–, la actitud de los profesores rebeldes en «La justicia es aquello que sirve a nuestros propósitos», o el temor de las empresas a la hora de complacer al Reich en «El señor Huber, empresario».

Éste «era el ciudadano típico de nuestra ciudad. Los otros también se sentían como él, desdichados y confundidos, “víctimas de las circunstancias”. Es el destino, pensaban, nuestro destino, el destino de Alemania. Y sólo en raros momentos de lucidez se formulaban la pregunta de cuya respuesta dependía todo. ¿Por qué? –se preguntaban en esos momentos–, ¿por qué seguimos con obediencia ciega un destino llamado Adolf Hitler?» (pág. 80). Pero no hay respuesta a ello, y la obediencia va a continuar, maravillosamente recreada en este libro (traducido por Carles Andreu) de una Erika que, como en el caso de su inseparable hermano Klaus, pudo sortear la imponente figura del padre y convertirse en una escritora con voz y personalidad propias.

(Publicado en La Razón, 22-10-2009)