Esas enormes rocas, la aglomeración de algas, la furia de la espuma y el eterno mar-cielo es lo que verías –descubrirías, en realidad– al abrir los ojos cada día. Y ahora yo hago lo mismo. He puesto esta fotografía como fondo de escritorio de un artefacto moderno que no tuviste edad de conocer: las computadoras personales. Ahora, sin ellas, y sin los omnipresentes teléfonos móviles –es verdad lo que dice un anuncio televisivo que he visto esta semana: es lo primero y último que la gente mira durante la jornada–, parece que resulta imposible estar comunicado con el mundo.
Cuando el insomnio no ha ejercido su razón de ser y me reclama todavía oscuro, es la pequeña máquina la que me despierta con una musiquilla y, automáticamente, me levanto y enciendo el ordenador –lento, vago, él y yo– y mi inauguración del día es como la tuya: rocas, algas, espuma, el mar eterno y su cielo. Y entonces tu tiempo es mi tiempo; tu mirada, la mía; los recuerdos, diferentes, pero fijados en un mismo sueño.