Decía Antonio Muñoz Molina, en su prólogo a los Cuentos completos (1993) de Juan Carlos Onetti, que la obra de éste exige «una lectura fiel», una «atención apasionada». Esto, que bien podría resultar obvio frente a todo gran escritor, es especialmente perentorio en los relatos cortos del uruguayo, de una sutileza y densidad –cuando no retorcimiento– excepcionales. En este sentido, el tercer y último tomo de las obras completas onettianas, Cuentos, artículos y miscelánea (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores), a cargo de Hortensia Campanella, no sólo nos ofrece los relatos conocidos de siempre, sino que se añade seis historias inéditas de distintas épocas, aún más enigmáticas si cabe por cuanto son meros borradores de proyectos inacabados.
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Pero en contraste con la compleja voz narrativa de los cuentos –aquella que nos «nos sume en la incertidumbre», por decirlo con las palabras de Mario Vargas Llosa en El viaje a la ficción (2008) dedicado al creador de Santa María– aparece otro Onetti, mucho menos conocido, vestido de articulista, cuya prosa, clara y directa, está plena de sentido común, humor y sincero criterio. A la busca y ordenación de un material que yacía disperso en muchas publicaciones se ha encargado Pablo Rocca, que proporciona un prólogo en el que habla de este Onetti de distancias cortas, el ficticio y el opinante, en estos términos: «Un inalterado principio de su poética: todo empieza y sigue por la lectura, que debe hacerse por exclusivo mandato del placer. Así se cimienta una obra literaria, y también una ética de la lectura».
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A tal cosa se consagró Onetti en sus artículos publicados desde 1937, primero en la prensa de Montevideo y Buenos Aires bajo seudónimo, y luego en Cuadernos hispanoamericanos, El País y ABC, entre otras publicaciones españolas y americanas, a partir de su exilio en Madrid, en 1975. En estos escritos, bastantes de contenido político e histórico, otros de corte social formulados mediante irónicas cartas al director, se halla el Onetti hedonista, libre en sus juicios, sin pretensiones de crítico literario pero sin temor a señalar una y otra vez la mediocridad imperante a un lado y otro del océano, el «estancamiento» de las letras uruguayas, la falta de artistas, la estafa de los premios literarios. Porque la vara de medir la literatura nueva no puede ser más alta: Joyce, Proust, Faulkner, sus autores favoritos; a ellos vuelve una y otra vez. Nadie ha aportado tanto a la narrativa como el irlandés y el francés, afirma, y en cuanto al estadounidense, qué decir: le llama «padre y maestro mágico», y fue tal el impacto que le provocó una de sus obras que, abrumado, hasta dejó de escribir durante un tiempo.
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Siempre atento a las novedades editoriales de Norteamérica y Francia –aquí presta una especial atención a Céline– en comparación con Uruguay, «un país sin editores», para Onetti sólo vale el talento, las realizaciones antes que las ideas, no los experimentos sino las convicciones, y distingue muy bien de aquel que tiene ínfulas de escritor del «hombre que nació para escribir, el hombre para el cual el ejercicio de la literatura es una forma de vivir, no menos importante que el ejercicio del amor, de la bondad y del odio» (pág. 473). Ese grado de autenticidad, de lealtad ante la llamada de la creación honesta, define la actitud de Onetti para consigo mismo y para con los demás. Para comprobarlo, basta echar un vistazo a las secciones «Onetti por Onetti», «Conversaciones», a las autoentrevistas y a su célebre decálogo, cuyo último aserto reza: «Mentir siempre».
Publicado en la revista Mercurio, noviembre 2009