Puede variar la traducción de las primeras palabras: “Soy un hombre de cierta edad” (J. L. Borges); “Soy un hombre más bien mayor” (A. Rivero Taravillo). O de la última, siquiera sutilmente: “¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!” (Borges); “¡Ay, Bartleby! ¡Ay, humanidad!” (J. M. Benítez Ariza); “¡Oh, Bartleby! ¡Oh, la humanidad!” (Rivero). Pero hay algo inalterable en las distintas versiones de Bartleby, the Scrivener, de Herman Melville, esto es, la frase, casi diría ya sentencia, que el protagonista pronuncia cuando su jefe le pide que trabaje en alguna copia en su oficina de amanuenses de Wall Street: “Preferiría no hacerlo”.
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He mencionado a Borges por ser el más distinguido traductor, de entre nuestros clásicos contemporáneos, de este cuento largo que se publicó originalmente en 1853, en la Putnam’s Magazine; he aludido a Benítez Ariza pues suya es la traducción del texto de Melville que editó Pre-Textos en un fenomenal volumen del año 2000 que iba acompañado de tres ensayos de Gilles Deleuze, Giorgio Agamben y José Luis Pardo, y que se tituló precisamente Preferiría no hacerlo. He citado a Antonio Rivero Taravillo (1963) porque se acaba de enfrentar a la siempre difícil tarea de volcar en otra lengua uno de esos relatos llenos de carisma, intensidad y precisión lingüística, en esta ocasión, a partir de la iniciativa de una nueva editorial, creadora de bellísimos libros ilustrados, Metropolisiana. En el caso que nos ocupa, el diseñador, grafista y pintor Manolo Cuervo (1955) ha interpretado la historia a través de trece láminas en las que un mismo rostro es pintado y coloreado con trazos rápidos o salpicaduras, con colores vivísimos, pero siempre tras un mismo patrón, como si en la cabeza repetitiva del contorno facial se escondiera la poliédrica y a la vez monótona personalidad de Bartleby.
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Sin duda, lo más inquietante del personaje no es su negativa a hacer lo que se le manda, sino la fórmula que elige para desobedecer, eligiendo “preferir”, como dejando una puerta abierta a la posibilidad de aceptar la orden y llevarla a cabo, aunque esto jamás se produzca. Deleuze analizó dicha fórmula en el ensayo del libro referido: “Bartleby no es una metáfora del escritor, ni el símbolo de nada. Se trata de un texto de una violenta comicidad, y lo cómico siempre es literal. Se asemeja a las narraciones de Kleist, de Dostoievski, de Kafka o de Beckett, con las cuales forma una subterránea y brillante secuencia. No quiere decir más de lo que literalmente dice. Y lo que dice y repite es PREFERIRÍA NO HACERLO, I would prefer not to”. Por su parte, Agamben, se refirió a “una constelación literaria” que remite a la escritura bizantina, a Aristóteles y a la cábala medieval: “Como escriba que ha dejado de escribir es la figura extrema de la nada de la que procede toda creación y, al mismo tiempo, la más implacable reivindicación de esta nada como potencia pura y absoluta. El escribiente se ha convertido en la tablilla de escribir, ya no es nada más que la hoja de papel en blanco”. Son dos maneras intelectualistas de aproximarse a un cuento que admite todo tipo de lecturas entre las dos extremas: la superficial y meramente cómica, y la metafísica y simbólica, tal es su grandeza, su originalidad, su infinito presente.
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Demostración de ello es la imbricación de la personalidad de Bartleby con sujetos de nuestra propia cotidianidad, como ejemplifica Rivero, en su epílogo titulado “Non serviam”: el traductor cuenta cómo sufrió en sus carnes la compañía ignominiosa de un Bartleby de pacotilla en un antiguo puesto de trabajo. ¿Cómo puede ser un personaje tan inverosímil y a la vez tan real como este que Melville concibió, tal vez, recordando su etapa como empleado en las Aduanas neoyorquinas? De allí, como explica Andrew Delbanco en su magnífica biografía del escritor (Seix Barral, 2007), extraería inspiración para dos personajes también memorables: Turkey y Nippers, de los que dice tan acertadamente Rivero –tomando una idea de Flann O’Brien– que “merecerían pasar a algún otro cuento o novela como una de esas parejas cómicas que funcionan por su compenetración”. A buen seguro, podríamos decir lo mismo del innominado jefe de la oficina, a mi juicio el verdadero protagonista de la historia. De Bartleby no sabemos nada aunque intuyamos, imaginemos, todo, pero del abogado conocemos hasta sus más profundas emociones, sus más hondos pensamientos. Él es el narrador, el que crea a Bartleby; a la vez, se presenta como un escritor que habla de la vida de alguien que ha decidido dejar de escribir, y por ello es el cronista de una existencia desconocida, pues no hay biografía posible de Bartleby, como remarca en su estudio José Luis Pardo.
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El biógrafo Delbanco fue más allá, y estudió la obra de Melville en su contexto urbano, sociológico, viajando al corazón del Nueva York de mediados del siglo XIX; la conclusión es que Bartleby es la proyección, personificada, del deprimente ambiente laboral de la época: “El exceso en el número de candidatos en Manhattan estaba destruyendo el viejo sistema de aprendices en el que los empresarios contrataban a aprendices de su propia clase social, que luego subían en la jerarquía hasta unirse o suceder a quienes fueron sus maestros. En los años cincuenta, el aprendizaje en un despacho de abogados era probablemente más un callejón sin salida que una piedra de paso en una carrera de derecho, de ahí que el despacho de abogados en Bartleby sea una mazmorra donde hombres acabados envejecen, moviendo nerviosamente su vitalidad hasta arrancarle las últimas chispas de vida”.
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El propio Bartleby se muestra activo al comienzo, disciplinado en grado sumo, pero en un momento dado decidirá parar, no volver a escribir. En la gris y prepessoana poética oficinesca, él es un Rimbaud que se retira de la meticulosidad de copiar documentos fríos, jurídicos, notariales, un suicida pasivo que se deja morir, que sólo quiere de repente consumirse. Es un K. sin proceso, sin castillo, sin metamorfosis: un japonés del siglo XXI tirándose a la vía del metro porque ha perdido su empleo, un cínico griego vagabundeando en cualquier sitio, sin posesiones ni ambiciones. Ese “preferiría no hacerlo” es tan cortés como desquiciante, tan valiente como cobarde; en su ambigua literalidad, valga la paradoja, se condensa la firmeza –disfrazada de duda– de hacer o no hacer, de escribir o no escribir, de seguir adelante o abandonarlo todo.
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Publicado en la revista Clarín, mayo-junio 2009