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Recorriendo a pie la ciudad periférica, llego a mi ex barrio en el mediodía de Navidad. En la larga calle que me conduce a él, veo el éxtasis de la ignominia, de nuestro Estado del Bienestar: mujeres raquíticas se distribuyen en las aceras, algunas con niños que no tienen más de dos años, sentados en el suelo, a ras de viento, mientras yo ando con bufanda, guantes y abrigo. Qué mierda de país, de gobierno es este que permite que tales criaturas estén a expensas del frío, de la enfermedad, de la explotación –quién sabe; la miseria hacer perder a la gente los escrúpulos– por parte de esas madres con aspecto de abuelas cadavéricas.
La podredumbre del barrio de mi infancia, de fealdad y pobreza aberrantes, se convirtió, en esta Barcelona escaparate, en barrio con farolas nuevas y contenedores de basura, monumentos modernos absurdos y parques infantiles sin óxido. Se reconstruyeron los cientos de pisos con aluminosis –una anciana tuvo que morir para que se hiciera algo al respecto– que un empresario depravado había hecho, con materiales de juguete, para alojar a obreros sin recursos pero con la ilusión de empezar una vida nueva cuando el barrio era apenas una montaña. El área se civilizó, pero en este día navideño, qué separa la tristeza de aquel recuerdo sobre el barrio preolímpico de, no sólo las mujeres flacas de pañuelos y faldas rurales, sino de los hombres también apostados en las aceras, pidiendo dinero, uno de ellos enseñando una pierna repleta de llagas, a la entrada de la iglesia a la que ahora acuden algunos viejos lugareños y muchos inmigrantes latinoamericanos.
Sigo caminando, cruzándome con padres e hijos y parejas de novios en dirección a las hogareñas comidas de los parientes, con esa garrulería en el vestir, ese mal gusto propio de los que les estuvo vedado un oficio digno, dinero, una educación y una cultura para ir por el mundo, y, atravesando el espejo, vuelvo a ser uno de ellos, y la ignominia de ayer es la de hoy. De repente, en un semáforo, veo pasar ante mí una ambulancia y me da tiempo a ver al conductor y su ayudante luciendo rostros risueños, con sendos gorros de Papá Noel. La luz roja cambia a verde y prosigo. Esta mañana también es Navidad para los enfermos, accidentados, moribundos, muertos.
La podredumbre del barrio de mi infancia, de fealdad y pobreza aberrantes, se convirtió, en esta Barcelona escaparate, en barrio con farolas nuevas y contenedores de basura, monumentos modernos absurdos y parques infantiles sin óxido. Se reconstruyeron los cientos de pisos con aluminosis –una anciana tuvo que morir para que se hiciera algo al respecto– que un empresario depravado había hecho, con materiales de juguete, para alojar a obreros sin recursos pero con la ilusión de empezar una vida nueva cuando el barrio era apenas una montaña. El área se civilizó, pero en este día navideño, qué separa la tristeza de aquel recuerdo sobre el barrio preolímpico de, no sólo las mujeres flacas de pañuelos y faldas rurales, sino de los hombres también apostados en las aceras, pidiendo dinero, uno de ellos enseñando una pierna repleta de llagas, a la entrada de la iglesia a la que ahora acuden algunos viejos lugareños y muchos inmigrantes latinoamericanos.
Sigo caminando, cruzándome con padres e hijos y parejas de novios en dirección a las hogareñas comidas de los parientes, con esa garrulería en el vestir, ese mal gusto propio de los que les estuvo vedado un oficio digno, dinero, una educación y una cultura para ir por el mundo, y, atravesando el espejo, vuelvo a ser uno de ellos, y la ignominia de ayer es la de hoy. De repente, en un semáforo, veo pasar ante mí una ambulancia y me da tiempo a ver al conductor y su ayudante luciendo rostros risueños, con sendos gorros de Papá Noel. La luz roja cambia a verde y prosigo. Esta mañana también es Navidad para los enfermos, accidentados, moribundos, muertos.