lunes, 14 de diciembre de 2009

Una mañana en el Palau Blaugrana


Al llegar a las privilegiadas sillas de detrás de la canasta donde el Barça hace la rueda de calentamiento, la primera sorpresa: delante, un ojeador oriental, con abrigo puesto y prominente cabeza calva, que toma notas en un idioma tan gráfico que sus palabras se mezclan con los trazos de las jugadas que luego trasladará al papel. En el segundo cuarto, el partido se ha roto: un Valladolid sin espíritu, con extranjeros intrascendentes, con un tal García, enclenque, con más aspecto de joven de barrio suburbano que malgasta el día con sus colegas en el parque de ambiente rap que de jugador de ACB, es el más destacado de su equipo por sus ganas de encarar el aro, de repartir pases a los pívots, de correr el contraataque, de defender, en vano, a Juan Carlos Navarro.

A éste le bastan unos cuantos bloqueos para armar el brazo y lanzar de tres para ayudar en la fácil victoria de su equipo: los finos movimientos del talentosísimo Lorbeck, la presencia del todoterreno Grimau, la intimidación de Ndong, y el Barcelona gana de diez, veinte, treinta puntos. Estoy a un metro del lesionado Barton, a unos pasos del banquillo azulgrana: veo a demasiados buenos jugadores sentados o sentándose insatisfechos: qué hace allí Ricky Rubio, en vez de seguir progresando, libre, en el Joventut; qué hace allí Fran Vázquez, en lugar de estar en los Orlando Magic, que lo esperaban con tanto anhelo, cuando ahora ni siquiera va a la selección española. Demasiada competencia en todos los puestos, y una estresante consecuencia: menos unos pocos, el resto no sabe si es titular o reserva, si va a disfrutar de minutos o no.

Los vallisoletanos tiran la toalla; sólo uno de sus americanos tiene el orgullo de mejorar sus estadísticas, y el trámite acaba a la espera de empresas mayores. Entonces el pabellón se vacía y nos quedamos unos cuantos, las mujeres e hijos de los jugadores yendo a la sala VIP, yo también gracias al azar y a la generosidad de una de esas esposas. Juan Antonio San Epifanio, Epi, Superepi, mi ídolo de la adolescencia, también está allí. Qué rara esta vida, que nos da como realidad tangible y natural lo que el pasado elevó a mito inalcanzable. Me como un pincho de fruta, departo con el capitán del equipo, tan cordial fuera de la cancha como aguerrido dentro de ella, y a la salida, surge una imagen de anuncio publicitario: Ricky es asaltado por decenas de niños que le piden un autógrafo. Hoy no ha hecho nada para merecer semejante atención, bueno, excepto un dribling genial en sus pocos minutos disputados, pero su estrellato es descomunal: no tiene ni veinte años y ya es el icono de otra generación, y yo salgo por su lado sorteando a los admiradores, en un tiempo paralelo, pues este ya no me pertenece por ser demasiado próximo, por no tener la fijación del ensueño, de los pósters de los héroes con el balón en las paredes de la infancia, de la propia estrella que nunca llegó a encenderse.