viernes, 8 de enero de 2010

El río de los cosacos

En un siglo XX inclinado en destacar las audacias artísticas, las innovaciones estéticas, lo vanguardista, los que siguieron la senda decimonónica del realismo se vieron relegados a cierto olvido. A este tipo de narradores, incluso habiendo tenido gran aceptación en su momento, hoy la crítica especializada los deja en una segunda división y los reseña desde la condescendencia, pues los frescos realistas que reflejen la actividad de un pueblo han perdido prestigio frente a las historias minimalistas y subjetivas, del yo convertido en sujeto confesor, durante las últimas décadas. En el caso que nos ocupa, además, esa valoración entronca con un contexto político determinado, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas; el mismo del que salió El doctor Zhivago de Boris Pasternak, Vida y destino de Vasili Grossman, o Archipiélago Gulag, de Alexandr Solzhenitsyn.
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Mijaíl Shólojov (1905-1984) quiso formar parte de ese elenco de autores que, desde lo social –en él, desde lo socialista– construyó mundos novelescos para entender, mostrándola a través de un variado plantel de personajes en los ambientes rural y bélico, toda una sociedad. Si Pasternak y Grossman, por no hablar de Solzhenitsyn, tuvieron una relación tormentosa con el Estado por intentar, respectivamente, reflejar la Revolución de 1917 y la guerra civil rusa, la Segunda Guerra Mundial y el sistema penitenciario soviético, el caso de Shólojov no puede ser más opuesto en cuanto a su relación con el Gobierno. Soldado en el Ejército Rojo en 1920, afiliado al Partido Comunista en 1932, corresponsal en la Segunda Guerra para informar de los avances de las tropas de su país, Shólojov llevó a cabo con firmeza sus principios: trabajar con su arte para el pueblo, ser leal a la fe proletaria de la URSS, y defender el estilo realista por encima de cualquier otra forma literaria.
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El resultado de todo ello fue impresionante: en su tierra, recibió los premios Stalin y Lenin y, al ser un autor oficial del régimen, sus libros se vendieron por millones; en el plano internacional, fue traducido casi a cien lenguas y recibió el premio Nobel en 1965; en lo personal, vivió y escribió para y por la zona del río Don y la aldea de las estepas en las que nació y en las que acabaría siendo enterrado. Su primer libro fue Cuentos del Don (1926), y en 1928 inició El Don apacible, que apareció por entregas. Aquellas dos mil páginas que, en los años setenta, tradujo José Laín Entralgo, las recupera hoy Debolsillo en una caja de cuatro tomos, lo que para nosotros supone el descubrimiento de un autor que bien puede ubicarse en la estela de Tolstói y de otros grandes novelistas rusos.
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La lectura es apasionante en grado sumo; lo encontramos todo en ella: el amor más pasional y el odio más intenso, las situaciones cotidianas más terroríficas y los detalles más dulces, la dureza del trabajo del campo y el impacto de los jóvenes que matan por primera vez en la Gran Guerra. El cosaco Grigori Mélejov es el protagonista, pero a su alrededor una red de innumerables personajes se dan cita para recrear una existencia en la que es muy fácil penetrar, tal es la habilidad y destreza de Shólojov para los diálogos y las descripciones. Y como testigo mudo e inmutable, el Don, que sigue su curso como si despreciara las miserias, debilidades y anhelos de los seres que montan a caballo y labran la tierra alrededor, que sufren una vida llena de agresividad –violaciones, suicidios, traiciones adúlteras–, conflictos y jerarquías familiares y amor fraternal y a la patria, hasta que el hecho de ver la muerte a los ojos, masiva, absurda, indiscriminada, empañe el pasado y el futuro.

Publicado en la revista Clarín, núm. 84, noviembre-diciembre 2009