Leo en el periódico algo que desconocía: en Chile suceden el 80% de los terremotos del mundo. Desde ayer, me pregunto si estará bien la gente que conocí en aquellas tierras el noviembre pasado, y una amiga caribeña que reside allí me cuenta en primera persona cómo vivió lo ocurrido: a las 3.30 de la madrugada, un temblor la tiró de la cama; aturdida, se arrastró a gatas hasta el marco de una puerta, como se suele recomendar en estos casos, y esperó un minuto interminable a que acabara de moverse el mundo en el piso elevado en el que vive. Su edificio, preparado para los terremotos, siguió donde estaba, pero qué habrá sido de las casas de Valparaíso que vi en aquel solitario paseo mío, a lo largo de la avenida Pedro Montt, qué grietas portentosas se habrán abierto en la autopista que me llevó a Isla Negra. Que yo no haya estado en esos lugares en el día de ayer forma parte del extraño azar de un calendario que me ha sido propicio. No sabemos dónde nos espera la muerte; esperémosla en todas partes, decía Montaigne. Nos olvidamos demasiado de esa idea, y cuando uno ve cómo la vida de cientos de personas se difumina de manera accidental, por culpa de estar en un mal momento en un lugar equivocado, la vida cobra su espantosa máscara de suerte e infortunio.
Pero, como siempre, surge el lado milagroso ante la devastación. Leo que un edificio de Concepción se desplomó, desde la altura de su decimoquinto piso, pero un hombre que vivía en el octavo sobrevivió tras ver un agujero por el que escapar en el sótano al que fue empujado. Leo que hay gente que ha aprovechado el caos para robar en supermercados. Leo que hay presos que han ganado la libertad por la destrucción de su cárcel. La desgracia de unos es oportunidad para otros. La rueda de la Fortuna gira y gira y gira y llega allá donde parece que nada maligno pueda ocurrir: la consecuencia del terremoto alcanzó la recóndita isla de Robinson Crusoe (en el avión leí algo sobre ese peculiar destino turístico, recodo del náufrago en el que se inspiró Daniel Defoe para su inmortal personaje) en forma de olas que destrozaron casas y mataron a más de diez personas. Que absurdo uno seguir vivo y otros miles en Haití, en Perú, en Italia, en India, en Nueva Orleans –por sólo mencionar algunas de las últimas catástrofes de la vengativa Naturaleza– hayan acabado sus días de modo tan estúpido y fortuito. Pareciera que a uno le espera una muerte más digna (¿no habrán pensado lo mismo todos los fallecidos en accidentes de tráfico cada fin de semana?), pero lo cierto es que estamos a expensas de ese fin miserable, sujetos a la implacable decisión de la reinante Casualidad, la diosa más severa y generosa, más letal y benigna que rige por completo nuestro pobre destino humano.
Pero, como siempre, surge el lado milagroso ante la devastación. Leo que un edificio de Concepción se desplomó, desde la altura de su decimoquinto piso, pero un hombre que vivía en el octavo sobrevivió tras ver un agujero por el que escapar en el sótano al que fue empujado. Leo que hay gente que ha aprovechado el caos para robar en supermercados. Leo que hay presos que han ganado la libertad por la destrucción de su cárcel. La desgracia de unos es oportunidad para otros. La rueda de la Fortuna gira y gira y gira y llega allá donde parece que nada maligno pueda ocurrir: la consecuencia del terremoto alcanzó la recóndita isla de Robinson Crusoe (en el avión leí algo sobre ese peculiar destino turístico, recodo del náufrago en el que se inspiró Daniel Defoe para su inmortal personaje) en forma de olas que destrozaron casas y mataron a más de diez personas. Que absurdo uno seguir vivo y otros miles en Haití, en Perú, en Italia, en India, en Nueva Orleans –por sólo mencionar algunas de las últimas catástrofes de la vengativa Naturaleza– hayan acabado sus días de modo tan estúpido y fortuito. Pareciera que a uno le espera una muerte más digna (¿no habrán pensado lo mismo todos los fallecidos en accidentes de tráfico cada fin de semana?), pero lo cierto es que estamos a expensas de ese fin miserable, sujetos a la implacable decisión de la reinante Casualidad, la diosa más severa y generosa, más letal y benigna que rige por completo nuestro pobre destino humano.