Pero, como siempre, surge el lado milagroso ante la devastación. Leo que un edificio de Concepción se desplomó, desde la altura de su decimoquinto piso, pero un hombre que vivía en el octavo sobrevivió tras ver un agujero por el que escapar en el sótano al que fue empujado. Leo que hay gente que ha aprovechado el caos para robar en supermercados. Leo que hay presos que han ganado la libertad por la destrucción de su cárcel. La desgracia de unos es oportunidad para otros. La rueda de la Fortuna gira y gira y gira y llega allá donde parece que nada maligno pueda ocurrir: la consecuencia del terremoto alcanzó la recóndita isla de Robinson Crusoe (en el avión leí algo sobre ese peculiar destino turístico, recodo del náufrago en el que se inspiró Daniel Defoe para su inmortal personaje) en forma de olas que destrozaron casas y mataron a más de diez personas. Que absurdo uno seguir vivo y otros miles en Haití, en Perú, en Italia, en India, en Nueva Orleans –por sólo mencionar algunas de las últimas catástrofes de la vengativa Naturaleza– hayan acabado sus días de modo tan estúpido y fortuito. Pareciera que a uno le espera una muerte más digna (¿no habrán pensado lo mismo todos los fallecidos en accidentes de tráfico cada fin de semana?), pero lo cierto es que estamos a expensas de ese fin miserable, sujetos a la implacable decisión de la reinante Casualidad, la diosa más severa y generosa, más letal y benigna que rige por completo nuestro pobre destino humano.
domingo, 28 de febrero de 2010
Un no muerto en Chile que soy yo
Pero, como siempre, surge el lado milagroso ante la devastación. Leo que un edificio de Concepción se desplomó, desde la altura de su decimoquinto piso, pero un hombre que vivía en el octavo sobrevivió tras ver un agujero por el que escapar en el sótano al que fue empujado. Leo que hay gente que ha aprovechado el caos para robar en supermercados. Leo que hay presos que han ganado la libertad por la destrucción de su cárcel. La desgracia de unos es oportunidad para otros. La rueda de la Fortuna gira y gira y gira y llega allá donde parece que nada maligno pueda ocurrir: la consecuencia del terremoto alcanzó la recóndita isla de Robinson Crusoe (en el avión leí algo sobre ese peculiar destino turístico, recodo del náufrago en el que se inspiró Daniel Defoe para su inmortal personaje) en forma de olas que destrozaron casas y mataron a más de diez personas. Que absurdo uno seguir vivo y otros miles en Haití, en Perú, en Italia, en India, en Nueva Orleans –por sólo mencionar algunas de las últimas catástrofes de la vengativa Naturaleza– hayan acabado sus días de modo tan estúpido y fortuito. Pareciera que a uno le espera una muerte más digna (¿no habrán pensado lo mismo todos los fallecidos en accidentes de tráfico cada fin de semana?), pero lo cierto es que estamos a expensas de ese fin miserable, sujetos a la implacable decisión de la reinante Casualidad, la diosa más severa y generosa, más letal y benigna que rige por completo nuestro pobre destino humano.