Cuántas veces convertimos el dolor en algo que lo dignifique, supere, alivie: el común de los normales busca algún entretenimiento que le haga olvidar su presente y su pasado, distraer la mente para no volverse loco; otros, los enfermizos del arte, al sufrimiento le damos la cobertura de la estética poética o del argumento de una novela. Y en ese tránsito, en ese descenso por el pozo de la memoria, llega el paradójico olvido: importa ya más cómo construir el poema que la turbación que te llevó a él. Sin está escrito en una época de delirio, aturdimiento, incertidumbre. Quise que a todo ello le correspondiera un lenguaje drástico, una estructura circular, un tono desasosegante. El libro es el testamento de una especie de vagabundo, una nota de un suicida demasiado vivo, cierto álbum fotográfico del alma, el escáner de un cerebro en ebullición. Un camino literario abierto hacia la negatividad del que se ha quedado sin nada pero que aún confía en la palabra.