sábado, 27 de marzo de 2010

Antología personal de música clásica: V


JOHAN SEBASTIAN BACH
Aria de las Variaciones Goldberg
Suite nº 1 para violonchelo
Primer movimiento del Doble concierto en C menor 1060

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No tengo palabras para decir todo lo que Bach me ha dado. Cioran dice una cosa genial en uno de sus libros de aforismos: el que más se benefició de Bach fue Dios, que salió reforzado, por así decirlo, dada la grandeza de una obra que siempre iba dirigida a Él. Y qué capacidad para cualquier contexto musical. Leer la Pequeña crónica de Ana Magdalena Bach, su viuda, es algo delicioso, y me sirvió para Hildur; Bach se convierte en un ser admirable por su forma de ser y trabajar, por su humildad y rigor. Hubo un tiempo (desde el instituto hasta la universidad) en que escuchaba continuamente Los conciertos de Brandenburgo. En otro posterior, nada me parecía más hermoso, más delicado, sentimental y romántico que las siete Suites para violonchelo (sobre todo la versión, por supuesto, de Pau Casals).
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Un día, después de comprar la banda sonora de El paciente inglés, el súbito reencuentro con el aria de las Variaciones Goldberg que estaban incluidas en ella me volvieron a dejar boquiabierto. Con el tiempo, fui escuchando diferentes interpretaciones, pero no fue hasta adquirir la de Glenn Gould y su delicado tempo (también buen escritor; en sus artículos cuenta, por ejemplo, su sorpresa de que se valore tanto a Mozart) cuando las saboreé hasta el punto de pedirle a mi profesora de piano la partitura para poder admirar la obra más a fondo. Por cierto, una noche no podía dormir, así que me levanté y puse la tele. En el C33 había un reportaje de un músico actual que había trabajado con las Variaciones. Por eso, se contaba el nacimiento de la obra: Bach las compuso, precisamente, para ayudar a conciliar el sueño a un noble que padecía insomnio. Una pequeña casualidad.
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Sobre el CD del concierto, mi historia es menos íntima, pero entrañable. Lo compré en un paraíso: el inmenso espacio destinado a la música clásica en unos grandes almacenes de Andorra, cuando fui allí un par de días en invierno del 2003. Esa obra me maravilla por su imponente arranque. Cuando la escucho, me recuerdo sentado frente a una pequeña mesa del hotel donde me hospedaba, delante de una ventana con forma de buhardilla que daba a un monte nevado. Escribía Hildur. No tenía nada más que hacer, no había nada más que pudiera distraerme. Yo y Hildur y Hans y el ordenador portátil. El disco que acababa de comprar sonando en la máquina, y yo intentando avanzar en esa historia de amor y muerte. Fue feliz aquellas pocas horas en las que pude pasear como antaño, con mi largo abrigo, mi vieja cartera cruzada por el torso, mis guantes y mi anonimato, mis tazas humeantes en las cafeterías donde entraba a leer a Proust y a tomar notas para el que sería mi primer artículo para la revista de cine Versión Original.