jueves, 1 de abril de 2010

La muerte demasiado cerca

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Revisando mis artículos en la revista de cine Versión original, encuentro este corto, que ahora rescato, aparecido en el número especial 150 (junio 2007) que tenía como tema LA ADOLESCENCIA
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Hay una edad oscura y brillante, de mármol y arcilla, en la que toda verdad es determinante y cada mentira sustituye una ilusión por otra. Todo lo que ocurre en esos años tiene una dimensión borrosa, como si nada fuera lo que parece, como si el hecho de vivir no fuera del todo cierto, como si se esperase a que el porvenir fijara quiénes somos porque uno es un Nadie que juega a Nada. El Nadie adolescente es sólo un proyecto de algo que será muy distinto y a la vez exactamente igual: si después de los doce años, así decía Faulkner y otros de forma similar, ya no hay nada nuevo que vivir, qué vía crucis más extraño ese de la primera juventud, asexuada pero ya palpitante de erotismo, inculta pero ya abierta al saber del mundo, insegura pero atenta al descubrimiento de Todo lo que establezca unos principios arrogantes.
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La cara del adolescente es de sorpresa, de un miedo tímido, o bien de una despreocupación envidiable para el adulto. En la primera situación, en Verano del 42 (1971), aparece en escena el sensible Hermie (pongámosle unos catorce años), que en vez de encapricharse con chicas de su edad, se enamora de Dorothy, una Jennifer O’Neill delicada, dulce y divertida, que tras perder a su novio en la Segunda Guerra Mundial le hará al chaval un regalo incalculable: iniciarse en el sexo de forma tierna, dramática y responsable. En la segunda, se encuentran los mismos amigos de Hermie, ansiosos por estrenar un condón, encajados en su pubertad convencional, viviendo con simpleza su presente biológico.
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Aumentemos la edad de los protagonistas en esa frontera indefinible, sobre todo hoy, cuando hay tantos adolescentes en el confortable Occidente de más de veinte años: Gente corriente (1980) presenta dos caracteres contrapuestos: el rostro de Timothy Hutton (unos dieciséis años), desde que surge en el coro cantando el Canon de Pachelbel con el que Robert Redford da inicio a su película, ya ofrece ahí una mirada desprotegida, unos ojos atemorizados ante su propia existencia, ante lo que va a contar al psicólogo (Donald Sutherland) con respecto a la muerte de su hermano en el mar mientras iban juntos en barca, trauma que le ha llevado a intentar suicidarse; el hermano ahogado, valiente y decidido, es la otra cara del adolescente: la de una madurez precoz, la de una entereza que se manifiesta hasta en sus últimos momentos, que se trasluce hasta en el poso que deja tras su marcha: él era el fuerte, el bueno, el que merecía seguir viviendo.
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Porque hay ocasiones, en esa edad brillante y oscura, de mármol y arcilla, que uno vive simplemente por inercia; desubicado, carente de un destino, el adolescente que ha visto morir, el adolescente marginado, el que está instalado en la soledad sin saber cómo ha llegado a ella, ve en el día a día una repetición de esquemas y órdenes que obedece como un zombi. No hay una meta, y los padres siempre incomodan, ya estén cerca o lejos. En El príncipe de las mareas (1991), el personaje interpretado por Nick Nolte, cínico y vehemente, al final acaba confesando a la psicóloga, a la vez directora del film Barbra Streisand, que el hermano mayor, ya muerto, era el verdadero puntal de la familia, capaz de encañonar a su maligno padre con una escopeta.
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Y las madres de los adolescentes... Tantas veces señoras severas que sólo viven de las apariencias sociales y hasta familiares ―la de Hutton, la de Nolte en sendas películas―; mujeres con esa fuerte presencia o mujeres cuya ausencia sobredimensiona la figura paterna hasta hacerla insoportable: sucede en He got game (1998, Una mala jugada, en español), la película de Spike Lee sobre un joven de unos dieciocho años, interpretado por el baloncentista Ray Allen (hoy, en los Boston Celtics), que de niño ve cómo su padre, encarnado por Denzel Washington, mató a su madre en la cocina porque se le fue la mano, por así decirlo. El caso es que el jugador, Jesus Shuttlesworth, está sufriendo todo tipo de presiones para, una vez acabe su etapa en un instituto de Coney Island, se incline por la NBA ―es decir, por el dinero, la fama, el sexo fácil― sin el habitual paso previo de la liga universitaria.
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Shuttlesworth ejemplifica otro prototipo de adolescente: el que es el centro sin desearlo del todo, el que practica una actividad de la que los adultos quieren sacar rédito, el que no podrá vivir en definitiva una adolescencia con el ritmo que requiere esa edad marmórea y arcillosa, clara y negra, por estar demasiado pendiente de un futuro ya escrito. Pues tal vez sea esa la tragedia inherente a toda adolescencia: el hecho de saber muy pronto a lo que se va a dedicar uno; algo tan trágico como desconocer qué rumbo tomar, cómo salir de esa extraña pesadilla inocente que es ser consciente de tener toda la vida por delante.