lunes, 22 de marzo de 2010

Diana Sanz lee al artista Joan Ponç

Foto: Toni Vidal
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Uno de esos seres-jóvenes-prometedores que resucitan la dimensión de formarse en la filología más profunda, con un sentido investigativo europeísta e interdisciplinar, tan contrario a la marcha de nuestras casposas, caducadas y somnolientas facultades españolas de letras, Diana Sanz, firma dos volúmenes unidos por el destino del tiempo. Inicios del 2010: es el fin de un largo trayecto que se ha llamado Recepción de la literatura española en la prensa barcelonesa durante la Segunda República, título interminable para una impresionante tesis doctoral cum laude que acaba de publicar la Fundación Universitaria Española.
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Pero me quiero detener en su segundo trabajo, la edición del libro Diari d’artista i altres escrits (Edicions Poncianes), recopilación de páginas personales del pintor catalán Joan Ponç (1927-1984), un amigo ya por siempre porque me comunica la inseguridad, el tesón, el absurdo, el sufrimiento, los destellos de logro artístico que uno, desde su hondísima mediocridad, siente de veras también. Y la locura. Y la infancia sufriente y solitaria. Y la rara percepción de la vida y de la muerte. Y la obsesión por la obra. Ponç detalla, con apenas unas pocas palabras, lo hecho en el día, y ese telegrama para sí mismo es hoy la mejor indicación de la firmeza y entrega del artista frente al lienzo. Amigo Ponç, hubiera querido ir a visitarte a ese manicomio en el que te encerraron en Sao Paulo, o en tu casa de Cadaqués y verte a lo lejos junto a Dalí aquel día en la playa, donde os reconciliasteis tras vuestra discusión sobre Van Gogh, o en tu rocoso refugio de los Pirineos.
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Cuántas veces vemos cómo el verdadero artista siempre es aquel que nota la presión de un mundo que le incomoda. Ponç sentía aversión a mostrar al público sus cuadros (pintar ya es exponer, decía), pues era como dar algo privadísimo al caos de la vida, ver desaparecer una creación que había costado meses de labor, diez, quince, veinte horas al día. Pintar como necesidad absoluta. Dibujar a cada rato, y por ello llevar los útiles siempre consigo. Pero también la escritura: el diario, las prosas poéticas, y el texto autobiográfico, sensacional, que el autor publicó en 1978 y que me ha abierto la puerta al genio de la persona y del artista, los dos en uno.

Qué joya esta que ahora me acompaña, regalo parisino de la responsable de desentrañar la letra y las referencias del artista. Además, hay una presentación de Jordi Carulla-Ruiz, un prólogo de Álex Mitrani, una introducción de Lluís Calvo, aparte de la nota a la edición de Diana Sanz, que aporta casi 400 notas a pie de página que ponen de manifiesto su inmersión en el planeta ponçiano, a la vez una entrada superlativa para entender el arte español y catalán de la posguerra, del franquismo, de la Transición. Reproducciones de sus obras más asombrosas, fotos de Ponç en blanco y negro, estampas de las libretas donde escribía sus anotaciones... Un tesoro, verdaderamente, para aquel que desee conocer cómo es la creatividad pura, intuitiva, visceral, conjugada con la reflexión pausada sobre la tarea llevada a cabo. Vida, obra, espíritu: trascendencia.