sábado, 10 de abril de 2010

Los dos Nerudas de Chile


En mi viaje a Santiago de Chile, fotografié una placa que estaba en la casa-museo de Pablo Neruda, La Chascona, que recordaba al escritor checo del que tomó prestado su seudónimo el poeta. Pensando en aquello, recupero la crítica que publiqué en su momento en La Razón sobre el libro de Jan Neruda Cuentos de Malá Strana (Pre-Textos, 2006).
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Hoy, en la distinguida calle praguense Neruda, bautizada así en 1895, aún se levanta la llamada casa de Los Dos Soles donde vivió de niño Jan Neruda (1934-1891). Bien podría suponerse que la planta baja de ese edificio en el que su padre regentaba un ultramarinos, sería para el futuro escritor el caldo de cultivo para su fino oído costumbrista, pues las mil historias y cotilleos que escuchaba del barrio de Malá Strana los evocaría en su libro más célebre.
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Antes, pues, que a comienzos del siglo XX adquiriera una dimensión cultural nueva por medio de autores en lengua alemana nacidos en Praga como Kafka, Rilke, Franz Werfel o Max Brod, la ciudad fue motivo literario para Neruda en estos trece cuentos escritos en los años 1875-1877. Los escritores citados, sin embargo, parecieron olvidar que fue de los primeros allí en mostrar el conflicto hombre-ciudad-lengua, como se ve en la novela corta «Una semana en una casa tranquila», en la que el narrador presenta tal problema sociolingüístico: en una oficina, el jefe reprocha a sus empleados que sólo hablen checo, cuando el alemán sería mucho más decoroso. «El praguense –en primer lugar, el alemán de Praga– sentía que debía escribir para existir, para encontrar en el papel esa identidad que de otra manera se le escapaba», dice en la breve introducción Claudio Magris.
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Esa incomodidad entre el uso de la lengua popular y el literario en una ciudad multicultural se volverá asfixiante para los artistas venideros, que establecerán en muchos casos una relación de amor-odio con Praga casi de forma unánime. Maria Carolina Foi advierte: «Escritores grandísimos, grandes y mínimos: todos, dejando a un lado los diversos motivos y resultados de su inspiración, tienen una relación peculiar con el “genius loci”, con la realidad y las tradiciones de Praga». Se crea, paulatinamente, «uno de los mitos literarios más sugerentes del siglo XX, el mito de Praga, la ciudad que un maestro de la vanguardia como André Breton consideraba la “capital mágica” de Europa».
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Pero antes de que ocurra tal proceso, Neruda escribe en checo este libro irregular, flojo en sus primeras narraciones, demasiado asido al ímpetu costumbrista y a menudo cursi, aunque cada vez más interesante a medida que dejamos atrás textos como el citado «Una semana...», «El señor Rysanek y el señor Schlegel», que empieza: «Sería ridículo poner en duda que alguno de mis lectores no conozca la fonda Stajnic, de Malá Strana» –¿acaso Neruda escribía exclusivamente para sus vecinos?–, o «Lo que llevó al mendigo a la miseria», la pequeña anécdota de un hombre rico que mendiga. Más elaborados son los cuentos «Acerca del tierno corazón de la rusa», sobre una mujer aficionada a ir a todos los entierros y a llorar «de todo corazón», y la «Charla nocturna» de tres personajes que evocan viejos recuerdos en una azotea; pero, con todo, demasiada sociología y poco arte.
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Luego, vendrán valiosas piezas literarias: «El doctor Arruinamundos», que cuenta cómo un médico arisco descubre que el cadáver al que llevan al cementerio aún vive; «De cómo el señor Vorel requemó su pipa», una historia trágica que indica la potencia de los rumores para desprestigiar a un ciudadano; «Los Tres Lirios», apenas tres páginas donde se describe un romántico e intensísimo encuentro entre un hombre y una mujer; «La misa de san Venceslao», la narración de un niño encerrado una noche en una catedral. «De cómo el día 20 de agosto de 1849, a las doce y media del mediodía, Austria no fue destruida», sobre los miembros infantiles de una sociedad revolucionaria; y la magnífica novela corta «Figuras», esta vez sí un mosaico conseguido de los habitantes de Malá Strana, con su aparente amabilidad pero también con una crueldad manifiesta. En un párrafo aislado, la voz narrativa menciona unas palabras del propio autor: «Creo que Neruda tiene razón...», algo que se repite de forma irónica en la última frase del libro. Es un signo de creatividad digno de remarcar en un texto de 1877, buen ejemplo del talento del localista, pero también universal, Jan Neruda.