En el Saint Stephen’s Green de Dublín, nos topamos con dos exiliados que nunca dejaron Irlanda, pues su obra, escrita en Francia, Italia, Suiza... se adentra en la isla ancestral y en la contemporánea, en la mitológica y en la histórica, en la onírica y en la material. Me refiero, claro está, a W. B. Yeats –un exilado intermitente– y James Joyce: dos formas de entender Eire, que se complementan en poesía y prosa, y tal vez por eso comparten la hierba de un parque y el eco artístico de toda una nación.
La estatua de Joyce es un busto figurativo; la de Yeats, del artista Henry Moore, es abstracta: dos formas de entender a ambos autores, pues si Joyce juega con la realidad y el inconsciente, Yeats es el espíritu poliédrico, zigzagueante; como todo gran poeta, es un misterio en sí mismo, una mirada fiel llevada al uso de la rima desde su primera obra, el poema narrativo Las errancias de Oisin (1889), hasta sus Últimas poesías (1939). Y por lo tanto, un gran reto para sus traductores, que han de trasladar lo imposible: la musicalidad, el ritmo, la cadencia de unos versos que, además, han pasado por las manos traductoras de J. Guillén, L. Cernuda y J. R. Jiménez.
Sin embargo, nadie hasta la fecha había versionado la poesía completa de Yeats. El esfuerzo viene a cargo de Antonio Rivero Taravillo (1963), que en este 2010 ya alcanzó otro hito bilingüe: dar la poesía completa de Shakespeare. Su trabajo podrá agradar más o menos a cuantos hayan conocido otras traducciones, pero a efectos de captar la dimensión de la innumerable simbología de Yeats, del folclore y geografía celtas, nadie mejor que Rivero Taravillo, que también ha traducido del gaélico (a Flann O’Brien), editado Antiguos poemas irlandeses (Gredos) y coordinado un libro sobre el Bloomsday.
Es un placer pasar las hojas y detenernos en los poemas que guardan un encanto inmarcesible, como «Ephemera» o «Los cisnes salvajes de Coole», o en aquellos en los que Yeats se emplea en el tempus fugit («A la Irlanda del mañana» o «El amante ruega a su amiga por los viejos amigos»). Un placer que hubiera convenido arropar de notas, pues se trata de una obra demasiado rica en símbolos y nombres propios históricos para dejarla desnuda de contexto. En el breve prólogo, en todo caso, Rivero apunta rasgos que se irán viendo en poemarios como Encrucijadas o La torre: la preocupación nacionalista, la astrología o las historias de hadas. Todo en rimas sinuosas, de ahí que tantos cantantes hayan puesto música a sus versos, porque éstos suenan a oraciones, a un discurso del alma, del corazón, del ego poético del niño William Butler que, frente al místico monte Ben Bulben de Sligo, convirtió la naturaleza en una mirada sobrenatural de la vida.
Publicado en La Razón, 8-VII-2010