Tal día como hoy, de hace cien años, nació la fuente y el camino, la luz y la huella, el fin y el modelo que me han acompañado hasta la fecha. Se llamaba Antonia, y surgió en unas de las tierras más paupérrimas de España. Vino al mundo cuando todavía vivía Tolstói y eran jóvenes Proust, Joyce y Kafka; cuando aún, en propiedad, no había acabado el siglo XIX y no existían guerras mundiales y todo era rudimentario, rural, mísero. A ese ser humano que aún sigue vivo dentro de mí cada día le esperarían experiencias atroces, pero también la capacidad para afrontar el trágico azar con la dignidad, la bondad y la paciencia más sobresalientes que he visto nunca. Ella fue el principio de todo lo que, seis décadas más tarde, iba a comenzar conmigo. Y más allá. Porque mis 37 años, todo mi destino actual, mi entera forma de sentir y pensar, están íntimamente ligados a esa foto de 1937, al hecho de que en un pueblucho de mala muerte, en un clima de violencia, oscuridad y extenuación, una mujer apareció para que yo pudiera sobrevivir, luchar y perder, caerme y levantarme mil veces –construyendo mi vida en forma de homenaje a ella–, hasta hacer de tantas tristezas esta gran alegría que significa estar sanos y acompañados ante la ilusión de un futuro.