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J. M. COETZEE
Juventud
Juventud
Este punto de vista aquí tratado, ese “aquel joven”, esa distanciada tercera persona que habla desde una primera y que literaturizó Camilo José Cela en Viaje a la Alcarria de un modo aún no superado –el Cela vagabundo y joven que en su madurez escribirá dos volúmenes de tremebundas memorias–, lo reinventa para mí ese sudafricano oculto con siglas e impronunciable apellido. “Vive en un apartamento de una sola habitación junto a la estación de ferrocarril de Mowbray que le cuesta once guineas al mes.” Así empieza el libro con aspecto de novela pero que es la remembranza de cómo Coetzee salió de Ciudad del Cabo, siendo un estudiante de matemáticas de diecinueve años, y viajó a Londres para intentar labrarse un futuro, hasta que, con veinticuatro, trabajando como programador informático, entienda que sigue fracasando, que no ha sabido emprender de modo efectivo su sueño de ser poeta.
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El joven que lee cómo un escritor reconocido confiesa su incapacidad juvenil para sentirse escritor, se siente acompañado en su mediocridad; comprende que todo tiene su proceso, hasta la excelencia artística, hasta la inteligencia de saber gobernar un talento corriente para moldearlo en una voz digna de conocer. El joven, al leer este tipo de reconocimientos –como le sucede, sobre todo, con los diarios de Tolstói, esa suerte de memorias privadas– no se siente tan apurado, tan torpe e inútil; piensa, siquiera un instante, que esa incomodidad quizá se traduzca en unas líneas que lo justifiquen, que esa inseguridad enfermiza, esa obsesión literaria nacida de la timidez, dará frutos que obliguen a pensar, a asumir sin excusas ni arrepentimientos, que vivir –leer y escribir– mereció todas las penas y las dichas, la abundante tristeza y la pasajera felicidad.