domingo, 5 de septiembre de 2010

La primera travesura literaria de Boris Vian


El escritor humorístico, el músico amigo de los grandes del jazz, el poeta travieso que concibe versos a modo de divertimento, el provocador inofensivo que fue Boris Vian, ya aparece en potencia en esta su primera novela que ahora se traduce, Vercoquin y el plancton (1943). Según el mismo autor, perdón, el individuo que firma el «Preludio», un tal Bison Ravi –Vian era aficionado a firmar algunas de sus creaciones con seudónimo–, se trata de una «obra magistral» que no es de carácter realista por cuanto no es verdad todo lo que se cuenta, como no lo es, según insinúa, ninguna obra asignada a la corriente del Realismo, cualquiera por ejemplo de Émile Zola.
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Así, en apenas una página, Vian ya adelanta lo que va a ser su actitud frente al arte: algo muy serio que se toma a broma. Igual que la vida, como se aprecia en su libro póstumo No me gustaría palmarla, que la editorial Demipage publicó el año pasado. Allí Vian gustaba de los juegos verbales, de la ironía para consigo mismo, de un espíritu infantil que nunca se separó de sus escritos y que hoy, a nuestros ojos, lo han convertido en un preciado raro, en un entrañable maldito, en un genio simpático que en su momento, y como no podía ser de otra manera, fue incomprendido e incluso denostado por la crítica solemne e inmisericorde.
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El Mayor (personaje que volverá a aparecer en otras de sus obras), para celebrar sus veintiún años está preparando una surprise-party en su mansión de las afueras de París. Espera la llegada de Zizanie de la Houspignole, que viene acompañada de un tipo que ha conocido pocos días atrás, Fromental de Vercoquin. Enseguida todos se ponen a bailar, ocasión para que se sucedan diálogos disparatados y descripciones jocosas. Vian, como en su texto más conocido, La espuma de los días (1946), da rienda suelta a su verbo ágil y sin complejos narrativos, y hace de la realidad cercana –en su caso, el jazz, la sociedad francesa, los métodos de seducción del Mayor y de su ayudante, Antioche Tambretambre, bebedor y donjuán– un pretexto para escenificar el absurdo.
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Habrá una segunda surprise-party y un enamoramiento, y todo a partir de una constante parodia-recreación de los hábitos de una clase social que vivió lo mejor y lo peor en aquel periodo: la guerra y ocupación alemanas, y la efervescencia de la música, del alcohol y la noche. Un tiempo que marca el apogeo de Vian, pues en los años cuarenta se licencia en ingeniería y publica sus títulos más llamativos bajo seudónimo: en 1947, Escupiré sobre vuestra tumba –que firma con el nombre de un escritor negro estadounidense que se inventa, Vernon Sullivan, novela que será censurada por su contenido violento y sexual y que le hará sufrir juicios y la reacción airada de los críticos literarios– y Todos los muertos tienen la misma piel, y, en 1948, Que se mueran los feos y Con las mujeres no hay manera.
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Pero no sólo habrá un Vian ingeniero y un Vian narrador, un Vian que se relaciona con la crema de la intelectualidad francesa (Sartre, Camus) y un Vian trompetista que llega a intimar con figuras como Duke Ellington (padrino de su hija), Miles Davis y Charlie Parker; hombre curioso y vital, pese a que una enfermedad en su infancia marque una salud quebradiza y lo lleve a una muerte precoz, en los cincuenta Vian se enrola en proyectos diferentes tras percibir que su narrativa sólo le acarrea sinsabores: escribe una ópera titulada El caballero de las nieves y graba un disco que también le deparará disgustos, pues una de sus canciones se posicionaba en contra del servicio militar en una etapa complicada para Francia en sus relaciones con Argelia. Además, hace de actor en varias películas mientras ocupa el cargo de director artístico de la compañía discográfica Philips.
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Este es a grandes rasgos el camino que anduvo Boris Vian, al que le sorprendió un ataque cardíaco mientras veía la adaptación de Escupiré sobre vuestra tumba en un cine cercano a los Campos Elíseos, el 23 de junio de 1959. La literatura de Vian, que se apartó de la creación literaria para ganarse la vida traduciendo obras de novela negra, no hallará juicios intermedios: el lector quedará entusiasmado por la extravagancia de sus relatos o el desenfado de sus poemas, o bien esa misma estética de encumbrar la absurdidad lo deje tan desconcertado que abandone la lectura, receloso por comprobar cómo determinadas rarezas pueden obtener prestigio artístico.
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Eso mismo puede ocurrir con Vercoquin y el plancton, y a la vez, todo buen conocedor literario no podrá por menos que estar de acuerdo con Julio Cortázar que, en un texto de 1979 dedicado al escritor y cineasta Gonzalo Suárez, hablaba de éste como de un hombre de «inteligencia irónica», que experimentó una «marginalidad deliberada allí donde la gran mayoría trabaja full-time» y entregó una «obra resbaladiza y casi inasible»; de tal forma que, para que se vieran con mayor claridad estas virtudes, el argentino comparaba tales rasgos con la trayectoria de Boris Vian.
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Un carácter marginal que se materializa en el Colegio de Patafísica de cuya Subcomisión de las Soluciones Imaginarias fue presidente Vian y que, fundado en 1948, venía a ser contrapunto hilarante de las academias de arte y ciencias de París. Así, basándose en las ideas vanguardistas del poeta y dramaturgo Alfred Jarry, los patafísicos crearon esta «ciencia de las soluciones imaginarias» que ponía el Absurdo como fundamento prioritario y que venía a ser, en suma, una «Sociedad de Investigaciones Eruditas e Inútiles». Y eso fue la literatura para Vian, búsqueda exquisita y grave, hallazgo del arte por el arte, sabrosa inutilidad en forma de versos, cuentos y novelas que, una vez pasado el tiempo, fuera de su contexto original, se ha aupado en los altares de la literatura más traducida, valorada y hasta idolatrada.

Publicado en La Razón, 5-IX-2010