viernes, 22 de octubre de 2010

Crónica de un fracaso precoz

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No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.
FERNANDO PESSOA, «Estanco»

A todos aquellos a los que algo,
o alguien, les robó la juventud.

Nada hay ya que me retenga a aquellos años de finales de los ochenta. Todo pasó sin dejar nada en el camino. Los amigos superficiales de la adolescencia hicieron del abandono el natural trasunto de esa etapa egoísta que contemplé con estupefacción. Nada hay que recordar que mejore el presente o haga del recuerdo el hipotético paraíso perdido de cuando éramos jóvenes aunque ignoráramos serlo. El instituto constituía un vacío entretenimiento compartido con niños que vivían la época de la lógica estupidez, del candor y del tierno y desgarrado descubrimiento de la existencia. Mi vida estaba sólo dentro de mí, asumiendo la muerte que conduce a la soledad; refugiándome religiosamente en el baloncesto, en busca de silenciosos consuelos, con una entrega que nadie podía vislumbrar a mi lado; hablando con las verdaderas amistades —las que te miraban a los ojos para contarte mentiras salvadoras mediante obras creadas hace mucho tiempo—; dibujando y pintando —la mano deslizándose sobre la mesa inclinada, con El Último de la Fila, Dire Straits o Vivaldi de fondo completando la concentración precisa: el no pensar, el no recordar, lo mismo que con el balón lanzando a canasta—; la vida atormentada, en definitiva, en los infiernos de la mente, en el sueño de escapar del maltrato, la orfandad y la pobreza.
..... Considerando estas circunstancias, ¿en qué recovecos de la memoria queda un instituto cualquiera dentro de un barrio cualquiera en una ciudad cualquiera? En mi caso, perdido en la desidia y el olvido. Para mí, el Valldemossa no tenía nada que fuera extraordinario, nada que admirar, nada con lo que sentirse a gusto, nada que te hiciera creer que estabas allí para algo más que cumplir la obligatoria necesidad de alcanzar una base cultural hacia la insatisfacción del futuro. Por mi voluntad de pasar inadvertido y la tristeza de no servir para nada —caduca promesa del dibujo nacional en infantil decadencia, proyecto genial de jugador de basket sometido a la crueldad del azar— no hubo una sola vez que algún profesor, después de tantísimas horas juntos durante esa entelequia reducida a siglas, BUP & COU, me dirigiera una palabra de interés o preocupación. Esa rara indiferencia o distancia inevitable, hoy, sería tomada como maldad sociológica en un tiempo este de guarderías tardías, de plena efervescencia analfabeta e inteligencia confundida con la sobreabundacia de información. Ahora a un maestro, de modo injusto acaso, se le pide que sea algo más que un maniquí parlante que transmite conocimientos con más o menos acierto, sino que se le exige psicología, psiquiatría, pedagogía, pediatría y demás ciencias ocultistas de la moderna manera de entender el mundo. Antes no, y el hecho de recordarlo no merece ningún reproche, sino la sobria confirmación de que yo podía haber acabado en la cuneta de lo marginal o, lo que es peor, de la desesperanza alcoholizada de venenos grises, sin que ninguno de aquellos vigilantes de las aulas se le ocurriera reparar en mi rostro de extrañeza, mis notas deficientes, mis precoces y fieles amantes Hiperestesia y Neurastenia.
..... Cómo decirle en 1986, en 1987, en 1988, en 1989, en 1990 al ensimismado profesor de dibujo de turno que yo llevaba años estudiando a Picasso en los museos de la imaginación y en uno de los escasos libros que existían en mi paupérrima madriguera familiar, la mitología de Botticelli en grandes volúmenes que no estaban a mi alcance. Cómo encararme con las bondadosas profesoras de literatura y asegurarles que este malísimo estudiante buceaba en la novelística europea e hispanoamericana, que recorría versos de Machado o Lorca o Hernández sintiendo eléctricamente las palabras, analizándolas con la secreta intuición de todo adolescente. Cómo respetar la antipatía de las oradoras de ética y filosofía cuando mis ojos eran señales que denunciaban la cercana brutalidad, cuando, aún ignorándolo, estaba dando pie a mi estética nietzscheana cada vez que oteaba el mar de Blanes, al igual que el pequeño filósofo de las confesiones de Azorín con su proyección fotográfica de la naturaleza. Cómo tener el atrevimiento de conversar con los lejanos profesores de historia y arte de que yo mismo, en la EGB, había escrito y dibujado la adaptación a cómic del descubrimiento de América extraída de los textos de los colonizadores que me fascinaban. Cómo todo esto si en la Educación General Básica (denominación propia del teatro del absurdo) otros perniciosos maestros no se creían que aquel bodegón había salido de mi mano pictórica, que aquella historieta inventada tenía la influencia directa de mis lecturas de descubrimientos científicos, de las reales ficciones de Isaac Asimov y Carl Sagan.
..... En el territorio de la eterna globalización en la que se basa la falta de sensibilidad para con los alumnos, ser diferente de los demás —no mejor ni peor, como se suele decir, sino muy diferente a secas— se trata de un golpe irreversible para alguien anormal, con un alma vieja, gastada demasiado pronto en desengaños impropios de su corto periodo vital. Nos desplazamos en una manada en la que una oveja negra se convierte en centro xenófobo de iras y burlas. Cumplimos ciclos idénticos y no importa si en ese sendero de peregrinaje educativo aparece un ser humano con criterios excepcionales; se le trata igual al artista que al brusco, al tímido que sufre que al descarado insoportable, y esa idiota igualdad resulta al final representativa del ínfimo nivel de nuestro sistema de educadores. Pero esto no quiere ser un panfleto en contra de todos los gobiernos que nos imponen lo que debemos aprender, destruyendo lo único que nos hace hombres y mujeres civilizados: la explotación libre de nuestro inigualable valor intelectual. En realidad, el presente texto pretendía convertirse en la evocación de mi visión del Instituto de Educación Secundaria Valldemossa y, por extensión, del Bachillerato en la segunda parte de los años ochenta del siglo XX. Sin embargo, desde mi perspectiva —es decir, situado en mi drama, mi cuento, mi fábula, mi lugar en el espacio, desde una de esas infinitas ventanas narrativas de las que habló E. M. Forster— esa visión se me antoja solamente sensiblera, apocada, penosa, patética —término por supuesto pensado en sus etimologías latina y griega («que impresiona, sensible») y no en la inventada por el pueblo, atontado lingüísticamente gracias a la eliminación de las lenguas muertas por parte del colegial Estado, para poder así dejarnos sin recursos cuando nos quejemos de la incompetencia política—. A falta de recuerdos sólidos salvo flases desconcertantes, esa visión, decía, no puede o no quiere pasar de ser una pataleta fácil de lo que pude ser y no fui, una exagerada muestra de venganza por el pasado, agria, amarga, ácida.
..... Shakespeare, en Otelo, hace decir a Yago: «Yo no soy el que soy», y lo mismo podría pronunciar cada uno de nosotros al evocar aquella época de ilusiones y pruebas para la mayoría, desencuentros e inhibiciones para animales sin compañía ni autoestima como el que perpetra las presentes páginas. Aquel que fuimos dejó de existir hace una indescifrable cantidad de tiempo... Y para los que probamos la citada falta de confianza en nosotros mismos, esta devino una enfermedad que en su día me impidió, entre otras muchas limitaciones rutinarias, hablarle a la Venus que observaba cada mañana en clase pero a la que jamás dije una frase, confesar a los compañeros que hubo un período en que el destino, los dioses y las musas creyeron en mí hasta hacerme prodigioso, reconocer en voz alta que veía a diario, como en el poema estremecedor de Emily Dickinson, mi propio entierro anímico y que vivía sepultado, sin aire y amor, escribiendo para poder llorar a solas, desconfiando de la misma mano que antes encestaba o retrataba la cara oculta de un paisaje con la fluidez de los que nacieron para comunicarse con su cuerpo y su arte.
..... Hoy, ayer, mañana, en cambio, puedo mirarme al espejo y no apartar la vista. Ya no soy tan feo, tan retraído, tan cobarde o discreto, no tengo tanto miedo a las sombras que se esconden para traicionarme, no soy tan invisible para los demás ni estoy tan solo. Incluso me tomo el lujo de comunicar sin pudor mis miserias —mi memoria— a gente anónima: lectores ocultos o inexistentes y quizá para siempre desconocidos. Simplemente soy yo, alguien que sigue llamándose Nadie, un vulgar Ulises que viajó a la deriva durante la infancia, la adolescencia y la juventud no precisamente dorada, hasta que la locura lo transportó a una isla confortable en la que relajar el temor de seguir vivo, recuperarse de tantas heridas y volver a encontrarse consigo mismo: con aquel estudiante formal, mediocre y desesperado que ahora se filtra por un reloj de arena, cayendo sobre unos años que casi estuvieron a punto de hacer que desapareciera su biografía, hundiéndole en la nada.

Publicado en 25è aniversari Institut Valldemossa 1977-2002 (2002).
Al enviar mi texto, una profesora de matemáticas que coordinaba el libro intentó impedir que viera la luz y habló mal de mí a sus colegas. Me indigné, pues tal cosa ratificaba la mezquindad del profesorado que tuve que padecer en su momento en ese centro de Nou Barris, salvo por parte de una profesora que, al leer estas páginas, de repente entendió, con dolor y recuerdo, muchas cosas de aquel tiempo desgraciado.