sábado, 20 de noviembre de 2010

Andrés Trapiello: la verdad de ayer



Desde hace veinte años, con su gigantesca obra caminante Salón de pasos perdidos, Andrés Trapiello (1953) ha ido atendiendo a lo que apuntaba en versos de su libro Rama desnuda (2001): «... Sin presente no hay vida. / Que tu divisa sea: no hay ni un después ni un antes» (poema «Divisa»). Ese presente que, captado con forma de diario en su día y que, pasado algún tiempo, se reescribe en clave más novelesca, ya llega a su entrega decimosexta con Troppo vero. En esta ocasión, a tenor de lo que el autor dice en el breve prólogo, podría pensarse que este tomo ha constituido para él cierto punto de inflexión tras un tiempo más que considerable de andadura literaria, tan abundante y prolífica. El propio Trapiello se asombra ante las miles de páginas ya publicadas, pero la legión de admiradores de esa novela en marcha convertida en narración de lo visto, sentido y leído no hace sino corroborar que el esfuerzo y la constancia bien merecen la pena. Trapiello es consciente de las consecuencias de tantos años dando este Salón, de las expectativas que despierta, del temor o el deseo de unos u otros en aparecer en él –siempre disfrazados de iniciales o tras la máscara de una X o Z–, y, tal vez cansado de que lo vean como un polemista que se ha metido en algún que otro jaleo (una querella por insultos, contada aquí con su humor característico), busca redimirse por medio de una aparición divina que orientará sus pasos hacia la bondad sempiterna.
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Esas páginas iniciales (31-44), tan cómicas, acaso sean lo más ingenioso de un libro que, como no puede ser de otra manera, acoge asuntos muy diversos, correspondientes al año 2002, en función de lo que le ocurre al autor día tras día y de su mirada hacia las cosas, una veces cínica o escéptica, otras melancólica y taciturna. De tal modo que aparecen reseñados sus habituales paseos por el Rastro en los que compra postales y fotografías antiguas, varias participaciones en actos culturales (la más destacada, una concerniente a un álbum sobre Cernuda preparado por la Residencia de Estudiantes), conversaciones con amigos de siempre (Ramón Gaya, Juan Manuel Bonet, Abelardo Linares), llamadas telefónicas convertidas en diálogos estrafalarios... Todo es materia narrativa, y el placer de leer a Trapiello está por encima de que se compartan o no sus consideraciones, por ejemplo, en torno a C. J. Cela y José Hierro cuando después de sus muertes aporta su punto de vista –muy duro el primero por considerar al Nobel un mal escritor; muy reflexivo el segundo por no encontrar verdadera poesía en poesía tan destacable sin embargo–, o al respecto de la antología Las ínsulas extrañas o las memorias de García Márquez, «preso de su propia literatura», de su «prosa presumida» (pág. 685).
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Vehemente y recto en sus opiniones, Trapiello es uno de esos creadores que no transige ante la oleada imperante de lo políticamente correcto o la hipocresía sociocultural. En un campo nuestro como el de la crítica literaria, afectada de tantos aduladores y cortesanos, siempre constituye un alivio leer las palabras sinceras y valientes de un hombre cuya primera norma es el sentido común. Desde su casa de campo en Las Viñas, donde le gusta empezar y acabar sus diarios, Trapiello observa la naturaleza y de ello nacen tanto bellos fragmentos líricos como historietas desternillantes (véanse los párrafos en los que cuenta cómo una mariposa se le posa en el pene en plena micción, págs. 280-282). Todo en el escritor es pensamiento y sentimiento a partir de escenas simples y evocadoras: unos niños que ve jugar al fútbol mientras vuelve al hotel sevillano donde se hospeda (pág. 93) en los días en los que asiste al estreno de su adaptación teatral de El tío Vania, que le parece aburrida y lenta y con unos actores que sobreactúan; la descripción de un reloj de estación (pág. 264), el aturdimiento de enfrentarse a la calle tras todo el día trabajando (págs. 275-276), primero ajeno al mundo y luego enfrentado a sí mismo. Todos son pasajes extraordinarios en los que, antes o después, asoma su amor profundo por Juan Ramón Jiménez, para él una constante inspiración y ejemplo, y en el que se ofrece un hombre tan culto y fino como sencillo y coherente, que ataca con rotundidad la pedantería y la mixtificación imperantes.
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Decía en un reciente libro Antonio Rivero Taravillo, Las líneas de otras manos, que el autor leonés «ha puesto patas arriba la prosa del yo en España, la cual se puede afirmar que ha conocido un antes y un después marcados por su entrega inaugural de 1990». Ciertamente. Un yo que se hace, como todos, más interesante cuanto más contradictorio se nos da: Trapiello escribe de sus cosas pero con el ánimo de despegarse de ellas, y es precisamente cuando usa un tono que lo distancia de sí mismo cuando la ironía se convierte en diversión de primera: su burla de sí mismo de forma genial, demostrando que el absurdo circundante también le atañe a él, como en los encuentros con políticos que dan pie a momentos hilarantes (con un alcalde madrileño una vez, otra con la ministra de cultura) y sus charlas con otros artistas, caso de Miquel Barceló, que no tiene desperdicio alguno (págs. 647-649).
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Llegar a ese equilibrio, en todo caso, es tarea ardua. En El escritor de diarios (1998), Trapiello afirmaba buscar en estas prosas «un poco de sinceridad y cierta intimidad. Esto último se presta a algunos malentendidos. Se cree que un diarista, por el hecho de hablarnos de su vida, está teniendo con nosotros la atención de invitarnos a su casa». Pero ¿qué es si no las páginas sobre sus tremendos problemas dentales o la alta fiebre que padece durante unas jornadas, sus momentos frente al espejo del baño o en la cama, una suerte de invitación a imaginarlo en su intimidad, en su hogar? En el prólogo a Las inclemencias del tiempo (diario de 1996 publicado en el 2001) afirmaba que «en este negocio de los diarios creo que el secreto reside en hablar poco de uno mismo, y cuando no hay más remedio, en hacerlo como si se tratara de otro». Ahí está el quid de la cuestión en estos pasos perdidos: al tomar distancia de lo que le ha ocurrido, surge el Trapiello más brillante y estiloso; cuando algunas veces, al menos para mi gusto, entra de modo demasiado prosaico en aspectos domésticos o muy personales, la sensación del lector de que está entrando en una casa con un exceso de familiaridad se hace explícita. Me ocurría eso al conocer la vida de sus hijos que, tal vez, el día de mañana no quieran verse inmortalizados en esas páginas (novias, suspensos en la escuela, salidas varias) al tratarse la adolescencia de una etapa tan cambiante, cuando no traicionera.
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Pero un libro como este, en su pluralidad de contenidos, llega a un mismo lector de muy diferentes maneras según la página que se visite. Y además, cabe considerar lo más relevante: el juego entre lo verosímil y lo imposible, lo verdadero y lo inventado, la infinita capacidad lúdica de la literatura. «La incertidumbre es la parte más valiosa de la verdad» (pág. 198), afirma Trapiello en un precioso aforismo, retomando la idea que exponía en el prefacio, sobre cómo «lo que nace como veraz se hace verosímil, sin renunciar a la autenticidad, en su redacción definitiva para ser publicada. Así, pues, es como ve uno a la verosimilitud, fiel aliada de la ficción: llevando a veces hasta la verdad a muchos más lectores que la misma veracidad». Con ese juego troppo vero, año tras año, va construyendo su gran obra este escritor que, justo después de aquel 2002 convertido en diario, le iba a esperar la obtención del premio Nadal por su novela Los amigos del crimen perfecto.
Publicado en Letra internacional (núm. 108, otoño 2010)