jueves, 25 de noviembre de 2010

Okupas en Brooklyn



En su disciplinada novelística, Paul Auster (1947) ha logrado de nuevo encontrar un camino en el que probar estructuras narrativas, pero lo ha hecho a costa de emprender una vía sin definición, en el que los personajes aparecen y se esfuman, en el que la ausencia de trama es comandada por un narrador que, más que guiar un sólido argumento novelesco, actúa de cronista de diversas vidas. Se diría, pues, que Auster se entregó a una obra en marcha sin un plan prefijado, en la que pretendió averiguar a dónde le llevaban sus personajes. De ahí que el libro se divida en secciones a partir de quien las protagoniza, aunque se agrupe a «Todos» en el último apartado así titulado.
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En anteriores impresiones sobre el autor de Nueva Jersey, ya nos hemos referido a cómo hay narradores cuyo sello característico, su estilo pulido y asombrosamente personal, nos seduce desde el primer párrafo y no nos suelta hasta llegar al final, con independencia de que la historia nos atraiga más o menos. Eso ocurre habitualmente con el premio Príncipe de Asturias de las Letras 2006, aun en sus textos menos logrados. Se trata de una pulsación interna, un ritmo narrativo mezclado con una chispa de aturdimiento, el mismo con el que el propio Auster parece escribir, yendo a ciegas por un sendero que no sabe adónde va. Esta sensación de estar perdido, de invención constante, se transmite al lector, y éste experimenta el milagro de rescribir la novela junto al artista. Menos en esta ocasión, tal vez por una dispersión excesiva de personajes, por no haber hecho de unas vidas sueltas una vida entremezclada que choque entre sí, que se dirija a algún desenlace interesante.
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Así pues, una de cal y otra de arena le sugiere a uno la trayectoria del bueno de Paul Auster en lo que va de siglo. Novelas compactas, atractivas y de resolución perfecta, como El libro de las ilusiones o la penúltima, Invisible, conviven tanto con entretenidos textos –La noche del oráculo y Brooklyn Follies– como con experimentos valiosos desde el punto de vista artístico pero fallidos en su concepción, caso de Viajes por el Scriptorium, Un hombre en la oscuridad o esta Sunset Park. En ella, pareciera destacar más el Auster cineasta que prepara un casting, no el puro y excelso narrador que conocemos, al apoyarse en un punto de vista omnisciente, explicativo, de los movimientos de cada personaje y su pasado, filmando la existencia interior de cada uno de ellos.
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«Hay algo muerto en el vecindario, le parece, la desolada tristeza de la pobreza y la lucha del inmigrante, un barrio sin bancos ni librerías, sólo establecimientos para cobrar cheques y una decrépita biblioteca pública, un pequeño mundo aparte en donde el tiempo se mueve tan despacio que poca gente se molesta en llevar reloj», se lee en la página 123, donde se comenta qué es ese lugar llamado Sunset Park, un edificio abandonado que han ocupado varios jóvenes, en un lugar marginal de Brooklyn. Pero lo que justificaría el título, el sitio donde coinciden Miles, enamorado de una chica menor de edad, Pilar, de ascendencia cubana, la pintora fracasada Ellen –obsesionada por pintar desnudos a sus amigos– o sus compañeros Bing y Alice no tiene la presencia esperada y apenas actúa como convergencia novelesca de los personajes.
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En Sunset Park, Auster trata de crear existencias complejas mediante un narrador que juega a la introspección, seres separados de sus cultos y revelantes padres –una actriz y un editor, por ejemplo– y rendidos ante las limitaciones de su pobreza, con una madurez de pensamiento impropia para una juventud llena de escepticismo, e impone un discurso narrativo que habla sin fabular y alude sin pudor a acciones sexuales bastante gratuitas, como viene siendo frecuente en las últimas obras del autor, cuando antes empleaba el sexo de forma coherente con el argumento, como los fornicadores profesionales que ofrecían un show pornográfico en El libro de las ilusiones.
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Muy atrás ha quedado El Palacio de la Luna, a mi juicio una novela más original, preciosa y deslumbrante cada día que pasa, la obra que desarrolló todos los motivos temáticos de Auster –la falta y pérdida de dinero, el sexo enamorado, el clima de cine negro, el béisbol, Hawthorne, París, el constante azar amable y cruel, la soledad al fin– y más aún La trilogía de Nueva York (1985-86). Siempre en las novelas austerianas encontraremos estos elementos –más el repetido recurso al cuaderno hallado o escrito que abre enigmas en muchas de sus obras–, pero fundamentalmente, tanto en la primera como esta última, destacará un rasgo común que ha singularizado toda su trayectoria de forma brillantemente melancólica y desarraigada: el hecho de literaturizar la huida. Como en el caso de los buscavidas de La música del azar, del anarquista letrado de Leviatán, del estudiante y vagabundo Marco Fogg en El libro de las ilusiones. Escapar siempre, metafórica y geográficamente; escapar a un lugar como Sunset Park, que será todo lo contrario a un hogar al final, cuando los okupas pierdan enteramente sus ilusiones.
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Lo peor, con todo, es cuando la narración en sí parece una excusa para transcribir asuntos que han atraído al escritor en un momento dado: un libro enciclopédico sobre jugadores de béisbol, sus consideraciones sobre la película Los mejores años de nuestra vida o las tumbas de personas importantes que hay en un cementerio de Brooklyn. En definitiva, es esta a mi juicio sin duda la obra más floja de cuantas ha escrito este sobresaliente autor cuyas nuevas creaciones disparan nuestras expectativas, a la vez que las defraudan si no se ven colmadas.

Publicado en La Razón, 25-XI-2010