miércoles, 17 de noviembre de 2010

Recordando una comida con Salman Rushdie

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Leo estos días en la prensa que Rushdie ya prepara sus memorias, contratadas en medio mundo por una cantidad astronómica, mientras que por aquí Mondadori publicará dentro de unos meses una nueva obra suya, en esta ocasión un relato infantil. Entonces recuerdo una comida con el escritor, hace justo cinco años, en petit comité (unos pocos editores y periodistas), en un distinguido hotel barcelonés, con motivo de la obra Shalimar el payaso. Aporto aquí el texto que publiqué en La Razón tras aquel encuentro... pero, oh, sorpresa, cuando consulto aquella publicación (22-XI-2005), encuentro junto a mi texto una entrevista a Rushdie, de la que se destaca la siguiente frase: "Nunca escribiré mis memorias porque no quiero sentir odio". Lo más gracioso es que titulé mis líneas "Fidelidad a uno mismo".
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Hay una línea regular, un trasfondo novelístico más o menos evidente, en el camino literario de Salman Rushdie; cada una de sus obras, detenida en su estación, en el momento de que vieron la luz, desde su celebrada Hijos de la medianoche (1981) hasta Shalimar, el payaso (2005), aporta un detalle a esa recta. El camino sería un largo espejo de la realidad multiétnica; cada obra, un escenario nuevo en el gran teatro del ser humano enfrentado a un presente marcado por la inmigración, el poder político, las presiones sociales que presenta cada nacionalidad.
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Rushdie es un ejemplo para sí mismo, para comprender al individuo que hoy se balancea entre los sueños y las realidades de un planeta tan tecnificado y tradicional como bienintencionado y hostil. Con los párpados a media asta, la mirada del autor británico nacido en Bombay parece escrutar con fina ironía su entorno más inmediato. Al escucharlo hablar, con una voz serena, segura, afable, se diría que tiene todo bajo control, que sabe cómo encarar los problemas más complejos, todos aquellos asuntos políticos e históricos que a los demás se nos escapan y que él encierra en un relato.
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Cómo reaccionaría este hombre, muchas veces tratado como una vulgar estrella de la canción por la prensa londinense por sus coqueteos con la vida social –cameo en la película Bridget Jones, joven novia modelo–, en la privacidad de su hogar cuando, un año después de publicar Los versos satánicos (1988), el ayatolá Jomeini le condenó a muerte por lo que consideraba un insulto al Corán. Cómo se acostumbra uno a ir desde entonces por el mundo protegido y custodiado, escondiéndose cuando como si estuviéramos en el Far West y un cartel con su nombre y la palabra «wanted» pusiera precio público a su cabeza (cinco millones de dólares, hasta que Irán afirmó que tal sentencia no iba a ser ejecutada).

Supongo que la respuesta a ello es seguir escribiendo, es seguir siendo quien es –disfrutando además de los lujos que puede ofrecer la fama–, es seguir añadiendo, incesante y valientemente, su verdad literaria a la Verdad que nos concierne a todos.