sábado, 11 de diciembre de 2010

La fraternidad literaria

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Imposible que Mario Vargas Llosa no estuviera a la altura de un acontecimiento solemne, él que es un comunicador nato, que tiene una voz tan divulgativa como transparente. En su discurso, incidió en asuntos que los colegas españoles o latinoamericanos que recibieron el galardón también tocaron. Fue agradecido, pero no de forma empalagosa, como la Gabriela Mistral que, en 1945, en una breve intervención muy diplomática, lanzó piropos a la democracia sueca desde el orgullo que sentía por pertenecer a la chilena.
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Vargas Llosa se acordó de aquellos que le dieron apoyo, y a eso se limitó Juan Ramón Jiménez en 1956, cuando, mediante una nota leída por el rector de la Universidad de Puerto Rico, agradeció hondamente el premio a la vez que aseguraba que el Nobel en realidad era para su mujer, la difunta Zenobia Camprubí. Igual que en aquel caso, la Patricia de don Mario es el soporte desde el que su vocación pudo dar frutos. Y es que la fortuna de estar bien rodeado es capital, tanto como ser capaz de valorar tal compañía. Así lo hizo el peruano al rendir tributo a sus maestros, clásicos y contemporáneos, de forma similar a como Vicente Aleixandre, en 1977, citó a sus compañeros de la generación del 27, sabiendo que premiándole a él se condecoraba también a toda una tradición literaria.
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Aleixandre habló de «la solidaridad con los hombres» y elevó al poeta a la categoría de «revelador», «vate, profeta». Los discursos de aceptación del Nobel suelen tomar esta doble dirección: de sensibilidad fraternal y reflexión sobre la lectura y la escritura. La excepción la encontramos en Camilo José Cela, que en 1989 presentó un complejo texto en el que comparó el lenguaje que postulaba Cratilo frente al de Hermógenes para aludir a «la lengua de vivir y de escribir: sin cortapisas técnicas ni defensivas», al tiempo que meditaba sobre el poder de la fabulación.
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El de Vargas Llosa fue asimismo un discurso intelectual, pero asentado en la autobiografía, de referencias europeas aunque muy cercano a la realidad socioliteraria de América Latina, lo cual entronca con sus precedentes: Octavio Paz, en 1990, habló de que «las lenguas son realidades más vastas que las entidades políticas e históricas que llamamos naciones», y destacó en ello las nacientes literaturas hispanoamericanas. Miguel Ángel Asturias, en 1967, aludió a las injusticias sufridas por su continente: «Por eso nuestras novelas aparecen a los ojos de los europeos como ilógicas o desorbitadas. No es el tremendismo por el tremendismo. Es que fue tremendo lo que nos pasó». No en vano, Gabriel García Márquez tituló su discurso de 1982 «La soledad de América Latina»; en él, denunció las represiones políticas y las guerras civiles de muchos países, para concluir: «No hemos tenido un instante de sosiego».

Gabo pidió más atención para con América Latina. Y lo propio hizo Pablo Neruda, quien en 1971 recordó su peligrosa travesía por los Andes, como exiliado, y su contacto con las gentes rurales: «No hay soledad inexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de lo que somos»; así pues, del yo –el escritor– al nosotros –la sociedad circundante–, en «la lucha y la esperanza. Pero no hay lucha ni esperanza solitarias». Lo sabe bien Vargas Llosa, ciudadano del mundo que, durante unos emotivos días, dio pasos suecos y regaló su voz sin fronteras para todos los tiempos.
Publicado en La Razón, 11-XII-2010