lunes, 3 de enero de 2011

La suerte de Jonathan Franzen

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Me cuenta Gonzalo Navajas, narrador, ensayista y profesor de la Universidad de California-Irvine, que traía en el avión el nuevo libro de Jonathan Franzen, Freedom, que ya está vendiendo ejemplares como rosquillas, sobre todo después de que el autor acudiera al programa de Oprah y que el mismísimo Obama lo mencionara como la última de sus lecturas. Eso sí que es publicidad y lo demás son tonterías. Franzen es un escritor del montón al que le tocó la lotería editorial, por así decirlo, pero al ser norteamericano aquí la crítica le dispensó ese tratamiento-peloteo tan habitual. La novela se publicará este año en España, y ahora aprovecho para recuperar dos críticas que le dediqué a sus dos libros de artículos.

Zona fría. Una historia personal (Seix Barral, 2008)

Cuando uno ignora dónde empieza el éxito editorial o acaba el literario, o al revés, surgen «productos» como Zona fría, uno de esos libros cuya existencia el lector sólo podrá atribuir a ese éxito aludido que, cual pasaporte para publicar lo que sea, rebaja de tal modo la autoexigencia de un autor que la obra y la personalidad de éste queda en entredicho. Por qué ha escrito Jonathan Franzen (Chicago, 1959) estas páginas, no lo sabemos. Pero sí para quién: para sí mismo y algunos familiares próximos.

El hecho de haber alcanzado la gloria con una novela muy premiada, Las correcciones, no puede convertirse en la presunción de que cualquier cosa que se escriba sea de interés (mucho menos de interés «literario»). El caso es que Franzen ya se acercó a ese error en un volumen de reportajes y ensayos, irregular, con partes muy buenas y otras sin interés alguno, Cómo estar solo, y con esta «Historia personal» se hace un flaco favor al exponerse –por culpa de mirarse tanto el ombligo sin poner distancia a su vanidad– como un hombre que simplemente no tiene nada que contar, o mejor dicho, como un escritor que no sabe dar relieve a lo banal, familiar y autobiográfico.

Si no, invito al lector a calificar lo oportuno de narrar asuntos como los que apunto: las entrevistas pormenorizadas con varias agentes inmobiliarias para vender la casa familiar y el coqueteo con una de ellas; el hecho de que la madre, muerta de cáncer, escribiera redacciones juveniles sobre sí misma; la anécdota en Orlando, cuando la mamá de Franzen le deja poner pantalones cortos para visitar Disneyworld –en la página 119 declarará que «mi muerte era la negativa de mi madre a dejarme llevar vaqueros al colegio»–; la experiencia como boy scout y miembro de una congregación adolescente algo traviesa llamada Compañerismo. Estas cosas sin duda podrían ser relatos atractivos si estuvieran contados con el suficiente talento y gracia, pero lo prosaico y anodino del estilo y contenido narrativo de Franzen hará sonrojar a más de un lector a medida que avance en el libro.

Se entenderá este atrevimiento mío crítico con estos ejemplos; excepto cuando habla del impacto sociológico del Charlie Brown de Schulz –donde por fin ofrece explicaciones correctas y dignas–, las conclusiones de Franzen sobre los Estados Unidos son extremadamente mediocres: «El actual es un gran momento para ser un ejecutivo jefe norteamericano y una mala época para ser su trabajador peor pagado» (pág. 24), dice el mismo autor que, poco después, expresa sus temores por que «las secuelas del Katrina pudiesen originar turbulencias en su vuelo Nueva Orleans-Nueva York». Su egocentrismo infantil e ingenuidad social le llevan incluso a confesar su irritación ante los anuncios que pedían donaciones para las víctimas de aquel terrible huracán. A su juicio, era el Gobierno el encargado de gestionar dinero para ello. Desde luego, pero los argumentos de Franzen al respecto son tan pobres que le dejan como a un hombre insensible, clasista e insolidario.

Pero qué esperar de una persona que en ese pasaje escribe algo tan insustancial como que «mis mayores preocupaciones del día eran si debía sentirme culpable por haber abandonado el trabajo a las tres y si mi tienda predilecta de alimentos orgánicos tendría limonada Meyer para los margaritas que pensaba preparar “après” el golf».

Cómo estar solo (Seix Barral, 2003)

El vertiginoso éxito de Las correcciones (Seix Barral, 2002), la tercera novela de un maduro escritor precoz, Jonathan Franzen (Chicago, 1959), colocó a éste en la distinguida lista de autores consagrados a acercarse a esa quimera de la «gran novela americana». Tal obsesión, que se hereda generación tras generación y en la que siempre hay ejemplos —el último el de otro joven, experto en vírgenes suicidas, Jeffrey Eugenides, con su inmensa Middlesex (Anagrama, 2003)—, más el planteamiento constante de qué clase de fenómeno es este de novelar hoy en día, adoptado de sus adorados Philip Roth y Don DeLillo, parecen ser las grandes premisas en las que se asienta la valiente ideología cultural de Franzen.
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Ciertamente, el egocentrismo generalizado con el que se tiene que convivir en Estados Unidos goza de varias voces que se distancian y denuncian los elementos fronterizos y jerárquicos que provoca la economía y la política. Y a ello se suma el bueno de Franzen con esta serie de artículos, la mayor parte alejados de toda temática literaria, atractivos sólo para quien desee conocer el funcionamiento de una cárcel, el Alzheimer, la industria tabaquera, el servicio de correos o la bibliografía reciente sobre sexo. Otros tres textos más —el recuerdo de su infancia en St. Louis, la reflexión sobre las urbes americanas en contraste con París, un apunte sobre un empleo de su adolescencia y otro sobre Bush— tampoco llegarán a captar nuestro interés.

Es en los artículos donde se mezcla la autobiografía, la meditación sociológica en torno a la intimidad y la tecnología en la sociedad actual estadounidense —«Dormitorio imperial», «El lector exiliado», «Rebuscando»—, y por encima de todo, «Por qué molestarse», cuando encontramos de verdad sobradas excusas para abrir el libro y descubrir su tesis: «el problema de preservar la individualidad y la complejidad en una cultura de masas ruidosa y que distrae; la cuestión de estar solo». Franzen habla de la «desesperación de no poder conectar lo personal con lo social» en esta «era de democracia electrónica», del dólar como del «rasero para medir la autoridad cultural», de cómo «la televisión ha matado a la novela de reportaje social».

Las magníficas disertaciones de Franzen cobran más valor en tanto nacen de una puesta en duda absoluta de su oficio. En un momento dado de su vida, sintiendo que en una sociedad hiperactiva resultaba incompatible el placer de la lectura, aislado, sin recursos y sin confianza en su escritura, el que ganaría el National Book Award 2001 halló en el trabajo de dos mujeres la excusa para su resucitación narrativa en un tiempo en que lo audiovisual ocupa la atención de la población alienada. El estudio de una antropóloga sobre los hábitos culturales de sus compatriotas y la lectura de una novela de Paula Fox, más otros descubrimientos literarios femeninos, le salvarían de tirar la toalla y al fin explotar todo su talento describiendo la vida en el Medio Oeste.