Tantas veces he pensado que si fuera capaz de expresar lo que hace la música en mí, llegaría a dominar el lenguaje. Llegaría a escribir bien. Ese objetivo utópico cada vez está más lejos, pues la incertidumbre por cómo afecta la música en la mente y el cuerpo se me hace más y más punzante. Y ese objetivo se aleja para siempre como un ave de la que apenas se distinguen las alas. De ahí que me haya sorprendido la forma en que una Susan Sontag adolescente, el 25 de diciembre de 1948, anota en su diario lo siguiente.
«La música es a la vez la más maravillosa, la más vivaz de todas las artes –es la más abstracta, la más perfecta, la más pura– y la más sensual. Escucho con mi cuerpo y es mi cuerpo que se duele en respuesta a la pasión y al pathos plasmado en esta música. Es el “yo” físico el que siente un dolor insoportable –y, a continuación, una sorda inquietud– cuando el mundo entero de la melodía de pronto brilla y desciende en cascada en la segunda parte del primer movimiento –es carne y hueso lo que muere un poco cada vez que me arrastra el anhelo del segundo movimiento.»