“Más raro fue aquel verano / que no paró de nevar…”, dice la canción de Joaquín Sabina. No era verano, ni siquiera primavera, pero igualmente excepcional fue el hecho de que Barcelona viera caer una nieve propia de otros lugares del norte o interior de España o allende los Pirineos. Fue un día especial, mágico, milagroso. El patio de la Casa Vieja se quedó blanco: la canasta de baloncesto sobreviviente de la infancia, las flojas cuerdas de tender la ropa, el suelo naranja frente a la pared donde escribí una cita de Dante, de su Vita nuova, y ante la que todo niño que nos visitaba era obligado a pintar a su aire con tizas de colores… La ciudad se colapsó y mucha gente se quedó atrapada, teniendo que quedarse a dormir en las escuelas de las colinas. Yo recorrí por la tarde en coche la ciudad de punta a punta, para contemplar la vita bianca, mirando sin creerlo ese capricho del clima que tal vez no vuelva a repetirse el resto de siglo. Han pasado 365 noches. Ayer mismo, frente al puerto, en un día espléndido de sol, con las Ramblas y los restaurantes paelleros repletos de turistas en manga corta, me preguntaba: “¿Mas dónde están las nieves de antaño?”.