La experiencia de leer a Sidonie Gabrielle Colette rebasa prejuicios o expectativas. Sus libros son a veces imposibles de comentar; sólo hay que sentirlos, ni siquiera comprenderlos del todo. Cómo haría esta mujer para dotar de una sensualidad mortecina, de una ternura fresca e inocente, textos que van más allá de los géneros tradicionales. Ella misma fue una obra humana miscelánea: activista en las dos guerras mundiales, actriz de sus propias comedias, espíritu libre y bisexual, «negra» para su primer marido –el farsante, infiel y explotador Willy–, artista de variedades polémica, fundadora de un instituto de belleza y perfumes... y narradora prolífica, pues más de setenta libros la contemplan.
El fanal azul participa de esta reinvención creativa continua que desarrolló Colette: «Quería que este libro fuese un diario. Pero no sé escribir un verdadero diario (...) Escoger, anotar lo que fue notable, quedarse con lo insólito, eliminar lo banal, etcétera, no es lo mío», dice al comienzo. Y afortunadamente, pues así la autora, en esos años (1946-1948) en que padeció una grave artritis que la obligó a permanecer en reposo, pudo dar rienda suelta a sus observaciones y recuerdos con la libertad que la caracterizó, con el bello e infantil deslumbramiento que demostró por todo.
Este asombro perpetuo se palpa en unas memorias que decepcionarán a aquellos que esperen conocer las etapas de Colette, pero que agradarán a los que busquen el alma, la sensibilidad de una escritora que, con setenta y cinco años, hace poesía tras contemplar sus animales, las cartas que recibe o sus herramientas de coser, amén de recordar a sus viejos amigos: Jean Marais, los miembros de la Academia Goncourt o Jean Cocteau. Colette empezaba el día con «la luz del fanal desde temprano», y se ponía a escribir. Hoy, aquel ensimismamiento es una lección de dulces sorpresas para los que la leemos.
Publicado en La Razón, 3-III-2011