Hará unos cuatro años: en el centro de Barcelona. El Ayuntamiento o la Generalitat invitó a George Steiner a dar una conferencia en un salón elegantísimo y antiquísimo de las ricas instalaciones que los políticos ocupan gracias a nuestros impuestos. El acto se había organizado como si el papa de Roma y Obama hicieran un dúo en directo. Invitaciones personales, todo un público con traje y corbata, una pantalla con la imagen del invitado y traducción automática al catalán... Le pagaron como a una estrella de rock y el sabio abandonó el espacio como si fuera una estrella de fútbol. En aquel magno día para el egocéntrico nacionalismo político (a Steiner se le vio el plumero cuando hizo una referencia a la nación catalana, en el marco de una reflexión sobre Europa, para cobrar bien sus honorarios), no vi a ninguno de nuestros escritores funcionariales, a ningún intelectual. Sólo gente de clase alta que escuchaba sin entender un pimiento a un señor viejo que tan pronto hablaba del Big Bang como de Joyce.
Por supuesto, yo era el único (eso sentí) que había leído a Steiner, que sabía quién era. Así que, emocionado por ver de cerca al gran crítico, me acerqué a saludarlo. Hasta que un guardia de seguridad, con muy malas maneras, me paró en seco. Cuidado. No hay que tocar a esa vaca sagrada de la intelectualidad, me dijo con su mirada felina. Sintiéndome como un terrorista, aduje que yo sólo aspiraba a que me firmara un ejemplar de su Errata. El guardián me miró mal, pero el bondadoso Steiner, con una media sonrisa que quería decir qué guay qué famoso soy, hizo un ademán al acompañante para indicarle que el súbdito (yo) podía acercarse a su real mano. Recuerdo que Steiner tenía su brazo izquierdo como inutilizado, y que me hizo un garabato con la otra mano en el libro que llevaba. Al instante desapareció con la comitiva que le llevaría al hotel de lujo y al asiento en primera clase de avión que yo le había pagado como contribuyente.
Qué imagen más penosa, más desagradable me dio George Steiner aquella noche. Él, que se ufana de ser profesor, y por lo tanto de estar cerca de los jóvenes, permanecía en su burbuja de mírame (admírame) y no me toques. Su conferencia había sido de una pedantería insoportable, muy lejana al espíritu didáctico y divulgativo que han de tener los verdaderos maestros. Steiner, qué lástima, tiene esa arrogancia del erudito que se sabe poseeedor de algo que los demás no tienen y que tan bien expresa en sus libros. Como el pequeño texto El silencio de los libros, escrito que no añade nada nuevo a su obra ensayística y cuyos elementos redundantes hace que a veces me plantee la dimensión del idolatrado crítico. Un señor petulante al que sólo es posible estimar desde lejos, tan lejos como alcanza nuestra infinita ignorancia.