jueves, 2 de junio de 2011

Soledades de un dandi en el exilio



Tres años después de Luis Cernuda. Años españoles (1902-1938), Antonio Rivero Taravillo (1963) completa su viaje por la cambiante andadura del autor de La Realidad y el Deseo. Si en aquella ocasión se nos aparecía un Cernuda contradictorio y solitario, en este volumen, que investiga su trayectoria de exiliado en Europa y Norteamérica, tales cosas se intensifican hasta darnos una imagen del poeta de pura zozobra, de tierno aislamiento, de alma insatisfecha, áspera y exquisita a la vez. De tal forma que la «sensación de paz», como él mismo confesó, con la que salía de España el 14 de febrero de 1938, durará poco. Le espera una navegación con demasiados puertos en donde intentar echar amarras y pocas anclas donde asentar sus sentimientos.

Rivero Taravillo coge el timón de esta vida fluctuante con gran meticulosidad, consiguiendo un trabajo de mérito cuyo mayor aliciente habrá sido rastrear los pasos que Cernuda dio por tierras francesas, británicas, estadounidenses y mexicanas. El Londres, París y Glasgow bélicos y su empleo como profesor sin vocación, su afán por mejorar su situación laboral en Cambridge, donde se sumerge en las lecturas de Shakespeare, Keats y Eliot que tanto influirán en su obra en marcha, y su traslado a América en 1947 nos acercan a un Cernuda poco hábil con el inglés y el francés, retraído y distante, cuando no malencarado.

Y otro tanto pasará en Nueva York, Massachussets, Los Ángeles, San Francisco, los lugares donde continúa ejerciendo de maestro y conferenciante con la ayuda de escritores con los que a veces se muestra ingrato; por algo definió así Jorge Guillén su forma de relacionarse: «Transformar la amistad creciente en odio avanzado» (pág. 229). Un dandi con genio, una figura egocéntrica con rutina de «anacoreta», así era el Cernuda persona. ¿Y el Cernuda poeta? Aquí se nos dan las claves íntimas de sus libros, a la luz de sus enamoramientos, nostalgias y anhelos, y se explica su querencia por México, cómo el artista permaneció en su caparazón para entregarse a lo más sublime: trabajar para que la realidad y el deseo se mezclaran con la vida y la memoria hasta hacerse poesía.

Publicado en La Razón, 2-VI-2011