Segundo tomo consecutivo de escritos inéditos –el anterior fue Papeles inesperados (2009)–, estas Cartas a los Jonquières serán otro regreso fraternal a Julio Cortázar, una forma de dialogar con él como lo hiciera Joaquín Soler Serrano el memorable día de marzo de 1977 en que entrevistó al escritor en televisión. Si en aquel otro volumen se habían recuperado textos diversos de gran interés literario (poemas, capítulos descartados de novelas, crónicas, etc.), este conjunto epistolar refleja la vida privada que, a su vez, ilumina la creativa, el genio de un hombre que hasta en unas misivas guarda una dimensión humana y artística extraordinaria.
Como el título del poema de Gil de Biedma, las 127 cartas que recorren los años 1950-1983 y que están dirigidas al poeta y pintor Eduardo Alberto Jonquières (1918-2000) podrían responder al lema de «Amistad a lo largo». Del tiempo y del espacio, pues Cortázar nunca dejó de contactar con este privilegiado destinatario –radicado en Buenos Aires junto a su mujer María y sus tres hijos– al que confiaba sus planes viajeros más entusiastas, sus problemas económicos y sus impresiones sobre arte, cine y música. Ya fuera desde París, Roma, Ginebra, La Habana o Managua, Cortázar no dejó de preocuparse de su amigo, de compartir con él los asuntos culturales que tanto les hermanaban.
La edición de las cartas viene a cargo de Aurora Bernández, viuda y albacea de Cortázar, y del filólogo Carles Álvarez Garriga, quien firma un prólogo en exceso personal. Hubiera faltado contextualizar más los textos y sus alusiones para seguir la trayectoria cortazariana, pero no importa. La maravilla de sentir la voz directa del autor, sobre su traducción de los cuentos de Poe o la invención de algunos de sus personajes –el 30 de mayo de 1952 informa: «... me han nacido unos nuevos bichos que se llaman cronopios»–, es impagable. La correspondencia empieza en Siena, luego viene Londres y, sobre todo, París –había estado el año anterior–, con paseos «sin rumbo alguno» por las calles, como previendo los itinerarios de sus personajes de Rayuela. «Hasta creo que me duele París. Pero son los dolores necesarios», escribe. «No creas que estoy triste, París es tan hermoso! Aquí hasta la tristeza se vuelve una actividad estética». Y es que «soy bastante repugnante en mi sentimentalidad». La conclusión de todo ese periodo, preciosa: «Quiero que la maravilla de la primera vez sea siempre la recompensa de mi mirada».
Cortázar da muestras de una gran autoexigencia cuando comenta los errores de su novela El examen, siente una gran paz al acabar Keats (diez años de trabajo) y asiste a conciertos en los que escucha con pasión la música de Schönberg o Stravinsky (1952) y a conferencias de Malraux y Faulkner. Su apego por lo visto y sentido es tal que llega a afirmar: «Hasta ahora Europa me ha invadido de tal manera que no me deja ser yo mismo. Todo el tiempo estoy siendo otras cosas, el paisaje, los cuadros, los olores, la felicidad. Te digo con enorme egoísmo que no me importa no escribir». Pero tal cosa es pasajera, pues toda esa experiencia no tarda en reflejarse en la construcción de su punto de vista fantástico: «Veo lo que espera del otro lado de esto que llamamos realidad». Una realidad extraña a la que le dio la vuelta, y así, le dice Julio a Eduardo en un gran análisis psicológico: «Al mundo no hay que resistirle, lo que hay que hacer es elegir bien el mundo que uno prefiere y al cual hay que darse; y a ése, ah, a ése hay que darse a fondo, como cuando se nada o se duerme o se quiere».
Y tal cosa serviría para ahondar en el propio Cortázar: aquel que se entregó a su talento y a los demás, atravesó el espejo de lo visible y es, a nuestros ojos, fantástico para y como siempre.
Publicado en El maquinista de la generación (núms. 20-21, mayo 2011)