Decía el dramaturgo irlandés John Synge una de esas verdades incuestionables de las que uno se acuerda en cuanto la vida da uno de esos golpes que hace que se tambaleen todas nuestras certezas: “La única tragedia es que los jóvenes mueran antes de tiempo”. Y cuando el joven de turno encima tiene ciertas virtudes, algún talento especial que lo distingue de los demás, se apodera de nosotros un halo de fatalidad, algo así como una espíritu de resignación, como si ya contáramos con que los dioses cumplen de vez en cuando su temida costumbre: llevarse antes al que se acerca a su grandeza.
Amy Winehouse podía haber sido perfectamente la nueva diosa del rythm and blues, de cualquier género jazzístico que se hubiera planteado desarrollar. Sus extraordinarias cualidades vocales así lo indicaron, y la crítica se hizo eco de ello enseguida. La ensalzaron sin dudarlo, pero qué poco tiempo ha tenido para corroborar tales elogios. Y es que tener un don también constituye una esclavitud, como dijo Truman Capote. Es una maldición y una bendición, y quien no aprenda pronto a asumir su éxito, a entenderse en el mundo mediante el poder creativo que le ha sido concedido, puede caerse desde lo más alto. Sus alas se derretirán como a Ícaro, que se acercó demasiado al sol. Winehouse se aproximó en demasía a la autodestrucción, no amaba su talento lo bastante para gozar de la gloria que el destino le tenía reservada, y se ha añadido a la lista interminable de mitos caídos en la juventud.
Tal lista, compuesta de cantantes, músicos, escritores, actores… que pronto nos vienen a la cabeza en cuanto otro joven artista muere antes de tiempo, que vivieron peligrosamente dejando un cadáver apenas veinteañero, siempre tendrán como rasgo común un rechazo a la vida consustancial a su persona. Vivieron porque no tuvieron remedio; y se rechazaron a sí mismos mientras todos aceptábamos que eran formidables. La necesidad de tener nuevos ídolos nos nutrió, pero no nos dábamos cuenta de que ellos se iban vaciando, se iban despreciando a sí mismos. Nos enviaron señales para decírnoslo, y no supimos entenderlas. Ahora ya es tarde de nuevo.
Publicado en La Razón, 24-VII-2011