Bienvenidos a la culturilla de bolsillo gestionada por los grandes museos. Vamos a asistir al cóctel de cuadros, bajo un prisma accesible pero profundo, con un pretexto banal y facilón. Le ponemos un buen título para destacar las pinturas de un artista grande, lo rodeamos de otros mediocres u olvidados, o de épocas que nada tienen que ver… et voilà, ya tenemos una colección que acumula colas en la mesa de los tickets y que incluso ha disfrutado de una prórroga.
En su momento, pude admirar a Gustave Courbet en un verano parisino, e incluso traerme, ejem, una lámina de El origen del mundo a casa, hoy perdidas (la lámina y la casa, por diferentes razones originales que obedecen a otros mundos), y es hoy, en un día achicharrante en Montjuic, en el Museu Nacional d’Art de Catalunya, cuando llego con la ilusión de una cola asumible y el gozo de ver los autorretratos del provocador artista.
Viene luego, de inmediato mejor decir, la decepción. “Realismo(s). La huella de Courbet” es un título tan pedante como interesante para una exposición. Yo, ávido de cualquier cosa que tenga que ver con la reflexión sobre el realismo en todo arte, entro dispuesto a aprender y prender miradas. Sin embargo, el titulillo se impone en su vulgar propuesta en cuanto doy un paseo por diferentes salas que tienen un inicio cuestionable: el texto de la pared que da la bienvenida es pobre y tanto yo como mi acompañante tenemos que leerlo de nuevo para entenderlo (ella en inglés, yo en catalán, pero nada), aunque no le doy importancia. Todo redactor de textos de paredes de museos tiene un mal día, así que enseguida me sonrío de placer al presenciar los autorretratos de Courbet: primero el que sale con su perro negro, El hombre de la pipa, El artista herido, El chelista, El desesperado… Qué barbaridad, el nivel de esos retratos de sí mismo, en su introspección, en su fuerza expresiva, resulta demoledor. Y estarán acompañados por un par de joyas: La vidente, retrato de una mujer verdaderamente inquietante, y una pintura que si no tiene una altura artística similar al resto de su obra, desde mi modesto punto de vista, guarda un valor superlativo que va más allá de su técnica pictórica, pues El sueño (1866) es el primer cuadro de contenido lésbico de la historia de la pintura, que no pudo ser expuesto hasta un siglo después.
Qué valiente, qué decidido, qué genial Courbet, que pintó por encargo, y pidiendo 20.000 francos por él, L’origin du monde, que acabaría en manos del psicoanalista Jacques Lacan. El cuadro no ha venido a Barcelona, pero en un acto de cutre-representación, en la salida, ese coño célebre se proyecta en un monitor, captando en diversos fotogramas la anatomía por partes de un cuadro de por sí bastante pequeño. Para que a nadie de culturilla media (el que se deja caer en una exposición, el que lee algún best-seller de autor reputado, el que deja en el telediario la noticia cultural del momento con el fondo de música clásica que ponen) no le pase desapercibido el hecho de que Courbet es el autor de esa polémica obra maestra del realismo y la sensualidad.
Pero ¿y el citado realismo? Los incompetentes textillos de las paredes aluden a que Courbet fue el inventor del Pabellón del Realismo, pero ni se dignan a explicar qué es eso. En una especie de cebo tan rudimentario como ansioso, el comisario de la exposición ha hecho un mix con las obras que habrá tenido al alcance, ha movido la coctelera y ha dicho: bueno, tengo a mi alcance obras de autores catalanes de finales del siglo XIX y comienzos del XX (a mi juicio, correctas pero de escaso interés), unas de Courbet como representante del Realismo que me dejan varios museos franceses… Vale, los juntamos y hacemos creer que tienen algo que ver, pues ¿quién podría negar que Courbet no influyó en Alsina, Casas o Carolus-Duran? Y para que la mezcla sea más esnob y desconcertante, meto ¡dos Velázquez y un Ribera! que, bueno, son dos seres humanos que vivieron en el siglo XVII, así que poca influencia podría tener Courbet en ellos. Y además, coloco fotografías cochinillas de mujeres desnudas, y para rematarlo, un par de Tàpies y algunas otras obras abstractas de las que se dice ¡que son realistas! Aún me estoy desternillando de risa. Bueno, pues cinco euros y medio cada entrada y a vivir.
Para redondear esta propuesta de culturilla de bolsillo que confunde la velocidad con el tocino, el MNAC se inventa varias mesas redondas para invitar a autores catalanes exitosos para que charlen de algo tan difuso como interesante: el realismo en el arte, el cine y la literatura. De acuerdo, pero esas improvisaciones tan trilladas en público serán pasto para el entretenimiento cultural, no para ahondar como se debería en lo que la exposición sugería pero en lo que se quedaba muy muy muy corta. “Hacer arte vivo”, decía Courbet que era su objetivo. Captar las costumbres y las ideas de su época. Y con qué poco lo consiguió: simplemente hablando de sí mismo, autorretratándose, mirándose a sus propios ojos que ahora nos miran a nosotros.
En su momento, pude admirar a Gustave Courbet en un verano parisino, e incluso traerme, ejem, una lámina de El origen del mundo a casa, hoy perdidas (la lámina y la casa, por diferentes razones originales que obedecen a otros mundos), y es hoy, en un día achicharrante en Montjuic, en el Museu Nacional d’Art de Catalunya, cuando llego con la ilusión de una cola asumible y el gozo de ver los autorretratos del provocador artista.
Viene luego, de inmediato mejor decir, la decepción. “Realismo(s). La huella de Courbet” es un título tan pedante como interesante para una exposición. Yo, ávido de cualquier cosa que tenga que ver con la reflexión sobre el realismo en todo arte, entro dispuesto a aprender y prender miradas. Sin embargo, el titulillo se impone en su vulgar propuesta en cuanto doy un paseo por diferentes salas que tienen un inicio cuestionable: el texto de la pared que da la bienvenida es pobre y tanto yo como mi acompañante tenemos que leerlo de nuevo para entenderlo (ella en inglés, yo en catalán, pero nada), aunque no le doy importancia. Todo redactor de textos de paredes de museos tiene un mal día, así que enseguida me sonrío de placer al presenciar los autorretratos de Courbet: primero el que sale con su perro negro, El hombre de la pipa, El artista herido, El chelista, El desesperado… Qué barbaridad, el nivel de esos retratos de sí mismo, en su introspección, en su fuerza expresiva, resulta demoledor. Y estarán acompañados por un par de joyas: La vidente, retrato de una mujer verdaderamente inquietante, y una pintura que si no tiene una altura artística similar al resto de su obra, desde mi modesto punto de vista, guarda un valor superlativo que va más allá de su técnica pictórica, pues El sueño (1866) es el primer cuadro de contenido lésbico de la historia de la pintura, que no pudo ser expuesto hasta un siglo después.
Qué valiente, qué decidido, qué genial Courbet, que pintó por encargo, y pidiendo 20.000 francos por él, L’origin du monde, que acabaría en manos del psicoanalista Jacques Lacan. El cuadro no ha venido a Barcelona, pero en un acto de cutre-representación, en la salida, ese coño célebre se proyecta en un monitor, captando en diversos fotogramas la anatomía por partes de un cuadro de por sí bastante pequeño. Para que a nadie de culturilla media (el que se deja caer en una exposición, el que lee algún best-seller de autor reputado, el que deja en el telediario la noticia cultural del momento con el fondo de música clásica que ponen) no le pase desapercibido el hecho de que Courbet es el autor de esa polémica obra maestra del realismo y la sensualidad.
Pero ¿y el citado realismo? Los incompetentes textillos de las paredes aluden a que Courbet fue el inventor del Pabellón del Realismo, pero ni se dignan a explicar qué es eso. En una especie de cebo tan rudimentario como ansioso, el comisario de la exposición ha hecho un mix con las obras que habrá tenido al alcance, ha movido la coctelera y ha dicho: bueno, tengo a mi alcance obras de autores catalanes de finales del siglo XIX y comienzos del XX (a mi juicio, correctas pero de escaso interés), unas de Courbet como representante del Realismo que me dejan varios museos franceses… Vale, los juntamos y hacemos creer que tienen algo que ver, pues ¿quién podría negar que Courbet no influyó en Alsina, Casas o Carolus-Duran? Y para que la mezcla sea más esnob y desconcertante, meto ¡dos Velázquez y un Ribera! que, bueno, son dos seres humanos que vivieron en el siglo XVII, así que poca influencia podría tener Courbet en ellos. Y además, coloco fotografías cochinillas de mujeres desnudas, y para rematarlo, un par de Tàpies y algunas otras obras abstractas de las que se dice ¡que son realistas! Aún me estoy desternillando de risa. Bueno, pues cinco euros y medio cada entrada y a vivir.
Para redondear esta propuesta de culturilla de bolsillo que confunde la velocidad con el tocino, el MNAC se inventa varias mesas redondas para invitar a autores catalanes exitosos para que charlen de algo tan difuso como interesante: el realismo en el arte, el cine y la literatura. De acuerdo, pero esas improvisaciones tan trilladas en público serán pasto para el entretenimiento cultural, no para ahondar como se debería en lo que la exposición sugería pero en lo que se quedaba muy muy muy corta. “Hacer arte vivo”, decía Courbet que era su objetivo. Captar las costumbres y las ideas de su época. Y con qué poco lo consiguió: simplemente hablando de sí mismo, autorretratándose, mirándose a sus propios ojos que ahora nos miran a nosotros.