«El arte trata de la vida, el mercado del arte trata de dinero», dijo una vez Damien Hirst, el artista mejor pagado del mundo, conocido por trasladar a su obra animales muertos, como en su célebre tiburón tigre metido en una vitrina con formol, que se vendió por 10 millones de dólares en el 2004. Esa mirada cáustica de la vida, materializada de forma extravagante, y su rédito económico, ejemplifica parte de lo que Michel Houellebecq ha recreado en su última novela, que recibió el premio Goncourt. Porque, en efecto, El mapa y el territorio ahonda en cómo el tema para el arte es la vida, pero también en cómo el mercado del arte convierte el talento de un artista en un producto financiero.
El propio padre del protagonista, un viudo enfermo y reservado, le explica a su hijo, Jed Martin, la postura de los prerrafaelitas, según la cual «el arte había empezado a degenerar justo después de la Edad Media». Es el abandono de la espiritualidad, la conversión «en una actividad meramente industrial y comercial» en la que los grandes artistas del Renacimiento «se comportaban en realidad pura y simplemente como jefes de empresas comerciales: exactamente igual que Jeff Koons o Damien Hirst hoy» (pág. 197).
El largo y enciclopédico pasaje al que corresponden estas palabras, ¿sería extraído de la Wikipedia? En muchas partes de la novela, el autor aporta mucha información diversa, cuando a veces pueda parecer algo irrelevante y rompa la fluidez narrativa, sobre asuntos geográficos, tecnológicos o culturales. Y aunque en una nota al final de la novela da las gracias a los colaboradores del citado sitio web por haberse inspirado en algunos datos que proporciona, la polémica no tardó en llegar, como suele ocurrir siempre que se habla de Houellebecq. El autor fue acusado de plagio y un jurista parisino especialista en licencias libres argumentó su derecho a colgar la novela en Internet.
Pero ahora lo que importa es que tenemos entre manos El mapa y el territorio, texto muy irregular, que gana interés a medida que la lectura avanza y nos vamos familiarizando con el fotógrafo-pintor que alcanza un éxito tremendo en dos diferentes etapas: la primera fotografiando mapas de la Guía Michelin (de ahí el título: «El mapa es más interesante que el territorio» (pág. 72); la segunda haciendo retratos de personas en sus ambientes de trabajo. Un interés que se intensifica cuando, como en la «nivola» unamuniana Niebla, el protagonista visita a su creador. Houellebecq entonces mejora la trama, hasta el momento más volcada en exponer asuntos relacionados con el mercadeo del arte y nuestra sociedad capitalista, y todo cobra un mayor dinamismo: el autor se analiza a sí mismo con ironía, definiéndose como «un solitario con fuertes tendencias misantrópicas y que apenas le dirigía la palabra a su perro» y confesando sus hábitos caseros y su intención de volver al pueblito francés en el que se crió, como al fin conseguirá, aunque ello sea su perdición.
Houllebecq se regocija de su infinito pesimismo y aprovecha para presumir de que «los medios de comunicación franceses me detestan». Meras ocurrencias victimistas de este enfant terrible, que no ha podido tener más suerte con sus obras, premiadas y vendidas por doquier, y que ha jugado a ser un chico malo para provocar con sus insultos y disfrutar de polémicas tan gratuitas como efectivas a efectos publicitarios. Pero el éxito y la riqueza no es suficiente ni para el autor –«una especie de Sartre de la década de 2010», como dijo de él su colega Frédéric Beigbeder, que también aparece en la novela– ni para el personaje: ambos sufren un divorcio, pisos expropiados en la costa andaluza, un retiro en un pueblo de Irlanda donde todo el tiempo es dedicado a leer a Tocqueville y a comer embutido y adonde acudirá Jed… La metaliteratura sirve para la autobiografía, y el narrador insiste de continuo en el hecho de que «la vida humana es poca cosa», «es imposible vivir: debido a las pesadeces que se acumulan», «ya no queda sitio para la esperanza, la creencia y la fe», etcétera.
Pero el autor no ahonda en tal cosa con profundidad, solo aporta el titular de una noticia siempre nefasta. Se limita a presentar situaciones extremas a medida que perfila la existencia del protagonista: suicidio de sus padres, relación con «la mujer más bella que había visto nunca», un triunfo inmediato y multimillonario con sus primeras obras y que asume con total indiferencia. No hay ambigüedad en un ambiente lleno de ricachones, gente atractiva y triunfadora, por un lado, y tampoco en la carrera artística de Jed, que no tenía más proyecto «que el de hacer una descripción objetiva del mundo». Es el mismo desafío de Houllebecq, aunque su objetividad solo tenga una cara: hiriente, arisca, defraudadora.
Publicado en La Razón, 25-VIII-2011
Publicado en La Razón, 25-VIII-2011