jueves, 18 de agosto de 2011

Huida del Londres atroz




Un niño ubicado en un medio humilde, abandonado a su suerte y rodeado de almas corruptas. Este es el escenario con el que Charles Dickens desplegó toda su fuerza narrativa y descargó su carácter nervioso y disciplinado, generoso e impulsivo. Oliver Twist o David Copperfield, los protagonistas de dos novelas con muchos nexos comunes —la primera, un éxito de 1837, en sus inicios; la segunda, «el único libro que escribió de sí mismo», como dijo G. K. Chesterton—, pertenecen al imaginario universal: sus calamidades, por desgracia, siempre serán moneda corriente en cualquier sociedad. Más cuando el tono melodramático que eligió para urdir sus tramas nunca pasa de moda.

Es el caso, también, en cuanto a la recreación de la infancia con carácter sentimental, de La tienda de antigüedades (traducción de Bernardo Moreno Castillo), publicada por entregas entre los años 1841 y 1842, que ensalzó más si cabe la adoración popular por Dickens gracias, sobre todo, a la protagonista: el destino trágico de Nell Trent, una huérfana bondadosa y emprendedora, emocionó no solo a los lectores ingleses sino también norteamericanos. «Se contaba que en el puerto de Nueva York las tripulaciones y el pasaje se preguntaban de una a otra cubierta de los barcos que entraban y salían por la suerte de la pequeña Nell», apunta Andrés Trapiello prologando una edición de Oliver Twist.

Precisamente, Dickens acababa de publicar dicha novela, y otra también con personaje huérfano, Nicholas Nickleby, a finales de la década de los cuarenta, así que las penurias de Nelly y su abuelo, dueño de una tienda de antigüedades, vinieron a enfatizar una fórmula argumental que habían calado hondo en la población. Esta vez, no se trataba de describir un entorno inmisericorde y rastrero en el que malvivía la gente, sino de tomar un punto emblemático —la tienda del anciano, la ciudad de Londres— para alargar esa ruindad a través de un viaje por Inglaterra. De tal modo que Nell, «sola, en medio de tanto mueble viejo, de tanta fea vetustez», decide que hay que irse de allí por las presiones económicas de un prestamista malvado, el jorobado y avariento Daniel Quilp, cuya descripción resulta memorable y encabeza el capítulo tres: «Parecía un enano, aunque la cabeza y la cara no habrían desentonado en el cuerpo de un gigante. Sus inquietos ojos negros eran astutos y maliciosos. Tenía boca y barbilla erizadas por una barba hirsuta, y la tez de quien nunca parece limpio ni sano».

Pocos autores a lo largo de la historia han tenido tanta habilidad para la descripción. No en balde, Stefan Zweig, que le dedicó un extraordinario ensayo en su volumen Tres maestros, que también estudiaba el arte y la vida de Dostoievski y Balzac, lo llamó «un genio visual». Los ojos del escritor inglés son penetrantes, fríos —nos sigue diciendo el autor vienés—; con ellos y, asimismo, su memoria visual de la época que nunca podría olvidar, aquella en la que tuvo que emplearse en una fábrica de betún a los doce años porque a su padre lo encarcelaron unos meses por no pagar deudas, «corta con afilada hoja la niebla de la infancia». Otro admirador de Dickens, nuestro Benito Pérez Galdós, que tradujo Los papeles póstumos del Club Pickwick, se había referido a «su admirable fuerza descriptiva, la facultad de imaginar, que unida a una narración originalísima y gráfica, da a sus cuadros la mayor exactitud y verdad que cabe en las creaciones del arte».

Para comprobar lo dicho por estos insignes lectores, únicamente hace falta echar un vistazo a la escena en que Nelly y su abuelo dejan la tienda en plena noche, para no ser vistos. Al amanecer, conscientes de que prefieren ser mendigos antes de estar pendientes del acoso de Quilp, han alcanzado las afueras de Londres y atraviesan vecindarios «de casas humildes, divididas en cubículos, que tenían las ventanas parcheadas con jirones de tela y cartón, lo que expresaba elocuentemente la pobreza general que allí reinaba». Entonces, una vez han pisado el campo, otean la «vieja catedral de San Pablo, que surgía a través del humo», y toman camino con la esperanza de conseguir paz en el futuro. Aunque, muy pronto se toparán con todo tipo de maleantes, buscavidas y sinvergüenzas que obstaculizarán la utopía que los ha hecho emigrar.

Pero ¿qué función cumple el establecimiento de antigüedades en una historia como esta? En principio, ninguna, dado que sus dos personajes principales la abandonan en las primeras páginas. Sin embargo, Chesterton va más allá, y observa: «Sus novelas siempre arrancan de alguna sugerencia espléndida de las calles. Y los comercios, acaso las más poéticas de todas las cosas, a menudo sirvieron para que se le echase a volar la fantasía. Por esa puerta penetraba Dickens en lo novelesco». Considerando estas palabras tras leer The Old Curiosity Shop, cómo entrar ahora en alguna tienda sin inventar qué drama oculta, sin probar a fantasear sobre los anhelos de sus ocupantes.

Publicado en La Razón, 18-VIII-2011