lunes, 2 de abril de 2012

El hijo sin odio de John Fante




La sombra alargadísima del narrador John Fante, hoy admirado de forma universal y antaño menospreciado por críticos y editoriales –lo que le hizo un hombre amargado al no poder consagrarse a la literatura, al tiempo que triunfaba como guionista de cine–, no parece ya abrumar a su hijo Dan Fante (Los Ángeles, 1944). Todo lo contrario; de un tiempo a esta parte, las viejas rencillas que habían mantenido hasta la muerte del autor de «Pregúntale al polvo» en el año 1983, y más allá incluso, cobijadas en el resentimiento y en viejos odios, han desaparecido. Ahora, Dan Fante es un escritor mayor que ya ha firmado cuatro novelas, un volumen de relatos, dos obras de teatro y dos libros de poesía. Y, lo más importante: un tipo que ha dejado atrás su acentuada adicción al alcohol, el punto débil de todos los Fante. De hecho, se ha reconciliado con su pasado y ahora sonríe al recordar a su progenitor.

Se les vio juntos, al padre y al hijo, hace unos días en un bar del barrio de Gracia de Barcelona; al primero en un montón de fotografías proyectadas en una pantalla y al segundo leyendo fragmentos de sus memorias familiares, «Fante. Un legado de escritura, alcohol y supervivencia» (Sajalín; la edición incluye esas imágenes) y varios poemas. En esta ocasión, incluso otra generación más se sumó a la cita: corría por allí un niño de unos cinco años, junto a su madre, la esposa de Dan Fante. Una nueva familia, pues, reencontrándose con el abuelo John, el colega de póquer y bebida de Faulkner y Saroyan, el compañero de Nathaniel West y de Francis Scott Fitzgerald en aquellos tiempos en los que tantos escritores de talento se trasladaron a los estudios de Hollywood para ganar montañas de dinero, no sin cierto remordimiento de conciencia por dejar de lado cada uno su arte literario.

Varios jóvenes escritores leyeron pasajes de las dos novelas publicadas aquí por Dan con anterioridad: «Chump Change», en la que su álter ego cuenta de forma tragicómica su vuelta a casa para presenciar los últimos días de un John Fante ciego y diabético al que han amputado una pierna, y «Mooch», una historia basada en uno de sus múltiples trabajos, el de vendedor telefónico. Después, Fante, relajado y simpático, leyó varios poemas de su universo lleno de perdedores en la gran ciudad, bares, realismo sucio, con un toque de humor no exento de ternura. Bajito, con pequeñas gafas redondas, un pendiente en la nariz y calvo por completo, Dan Fante es un caballero al que cuesta relacionar con aquella existencia llena de conflictos, peleas y autodestrucción.

Porque «Dante. Un legado…» es un impresionante muestrario de cómo un hombre puede desempeñar todo tipo de oficios más o menos ilegales en las dos costas estadounidenses, consumir drogas y enloquecer, enriquecerse varias veces seguidas para dilapidar todo hasta no tener donde dormir, protagonizar altercados con armas de por medio, amén de varios intentos de suicidio y encarcelaciones, y relacionarse con prostitutas, chulos y estafadores de todo pelaje. Pero, sobre todo, el libro refleja cómo el autor luchó contra el alcoholismo: encerrándose en moteles o con la ayuda de otros ex adictos, hasta que vio la luz al final del túnel. Libro duro y a la vez tan intenso y entretenido como una novela, vívido y lleno de humor negro. Muy parecido al estilo que desarrolló su padre.

Dan Fante, frente al micrófono y a un alud de incondicionales, reconoció haber escrito estas memorias porque la gente le preguntaba qué sentía al ser hijo de un escritor famoso, olvidándose de que John Fante, que hoy es un autor de culto, fue en vida ninguneado hasta que un par de casualidades hicieron que ganara interés de nuevo; entre ellas, que el poeta «outsider» por excelencia, Charles Bukowski, muy popular en los años setenta por su entrega al vino barato, a los relatos eróticos y a los recitales provocadores, hablara de él como una de sus grandes influencias literarias.

Derrochador, malhumorado e infiel, John Fante fue un desastre como padre. Pero Dan no dejó de quererle y admirarle, e incluso disfrutó de algunos momentos memorables a su lado, viéndolo bregar con su minusvalía y con su ceguera, la cual no le impidió llevar a cabo algo que su hijo todavía no ha olvidado y que calificó de «extraordinario»: dictar palabra por palabra a su mujer su novela «Sueños de Búnker Hill», donde recuperaba otra vez a su viejo álter ego, Arturo Bandini, sin corregirse ni cambiar nada: «Lo tenía “elaborado” todo, hasta la última palabra, en su cabeza», asegura en este volumen. Pero lo más gracioso es cuando alguien le pregunta a Dan cuál es el recuerdo que tiene de él más fuerte. «Odiaba todo tipo de máquinas», contesta. «No he oído jamás blasfemar tanto a un hombre como cuando se le estropeaba el cortacéspedes». Y después, estalla en una luminosa carcajada.

Publicado en La Razón, 2-IV-2012