jueves, 19 de abril de 2012

El verdugo benevolente




En los años 70, la obra de Solzhenitsyn, premio Nobel de Literatura y preso del poder soviético, abrió los ojos a medio mundo ante una realidad terrorífica demasiado silenciada. Su «Archipiélago Gulag» destapaba el ocultismo con el que se había tratado una de las mayores aberraciones de todos los tiempos: los campos de trabajos forzados que Lenin y Stalin diseminaron a lo largo y ancho de la Unión Soviética. Con la excusa de reformar a delincuentes y antirrevolucionarios, entre 1921 y 1953 se masacraría la vida de entre veinte y treinta millones de personas en casi quinientos campos. De tal modo que «el gulag es el programa de asesinatos más largo financiado con fondos del Estado», dice Deborah Kaple, profesora de sociología en la Universidad de Princeton y editora y traductora de estas memorias de Fyodor Mochulsky, «El jefe del gulag», ahora en español gracias a Sandra Chaparro.

«Gulag» es un acrónimo de las palabras Glavnoe Upravlenie Lagerei o Dirección General de Campos de Trabajo, según apunta Kaple, a la cual llegaron estas páginas en 1992 azarosamente cuando acudió a Moscú para consultar los Archivos del Partido Comunista recién desclasificados con el fin de escribir un libro sobre la relación entre la URSS y China. Mochulsky había sido diplomático en el país asiático y contestó a un anuncio en la prensa de la investigadora. Fue el comienzo de una amistad –«Era inteligente y culto», afirma ella– y de una sorpresa: al cabo de unos meses le confió sus memorias como empleado del NKVD y jefe de varias unidades de convictos en 1940. Pero en la Rusia de los 90 nadie quería ese ejercicio de introspección histórica, y Kaple se acabaría llevando el manuscrito a EE UU para publicarlo en inglés.

«El jefe del gulag» es un documento que hay que valorar tanto como poner en entredicho. Es «la primera descripción de los campos desde el punto de vista “administrativo” que se publica»,pero también es un testimonio sesgado, cuyas buenas intenciones cabe cuestionar o, por lo menos, puntualizar. Mochulsky era un miembro del Partido Comunista con apenas 22 años y fue enviado como ingeniero para colaborar en la construcción de una vía férrea en un gulag, pero, en cambio, aquí siempre lo conoceremos por sus actos salomónicos y en permanente riesgo de ser siempre reprendido por sus tareas, ya que los que comandaban los departamentos podrían recibir castigos tan brutales como los prisioneros. Mochulsky escribe las memorias de un burócrata. Hasta el final, el autor no se hace esas preguntas que resultan inevitables y que cualquiera se habría planteado: cómo es posible que el gobierno creara en ese infierno donde la gente tenía que sobrevivir con trescientos gramos de pan y un plato de sopa aguada al día, trabajar doce horas seguidas y soportar temperaturas extremadamente gélidas que existen en el Círculo Polar Ártico.

Los asesinatos, violaciones y ejecuciones a menores los recuerda como algo que le han contado y hasta enfatiza las manipulaciones de los presos intelectuales sobre los campesinos, analfabetos que ni siquiera sabían por qué estaban allí, o los crímenes de los «duros presos comunes», que se jugaban a las cartas eliminar a alguien que les caía mal. El capataz alude a su «ingenuidad» e «inexperiencia» cuando admite que se creyó que los campos eran un mecanismo patriótico para que el socialismo reeducara a esas ovejas descarriadas. Pero él también pasó algunas penalidades: extenuación, neumonía, soledad. «Mi trabajo era muy estresante», pues un error en la construcción de las vías de un tren lo podía pagar caro. Pero seguiría unido al comunismo una vez acabada la infamia. Durante su cargo en Asia, rememoraría cómo «los prisioneros se movían por el campo como sombras», cómo vio a individuos malvivir en condiciones infrahumanas. Indignado, instaló estufas en las barracas de esa «gente honesta e inocente» y ocultó información para defenderlos de las exigencias monstruosas de sus superiores. ¿Pero ello resulta suficiente cuando, pese a tanta aparente benevolencia, se está en el bando de los más despiadados verdugos?

Publicado en La Razón, 19-IV-2012