jueves, 31 de mayo de 2012

Un enigma encerrado en un ataúd

La cara oscura de Roma en la década de 1950. Así reza el subtítulo de esta obra que investiga un crimen, el de una muchacha, para diseccionar todo un contexto sociopolítico, jurídico y policial en paralelo a aquel ligado con la Prensa y el mundo del espectáculo. Stephen Gundle, en el prólogo, fechado el 9 de abril de 1953, cuando sucede el triste acontecimiento que investigará medio siglo después, recrea cómo una joven de veintiún años, Wilma Montesi, sale de su domicilio hacia las cinco de la tarde y es hallada sin vida en una playa de Ostia al día siguiente, a veinte kilómetros de la capital. La primera suposición de muerte por ahogamiento queda descartada en cuanto se analizan los hematomas del cadáver, pero, «durante los siguientes cinco años, el misterio de la muerte de Wilma Montesi no dejará de preocupar a los italianos y el asunto acabará convirtiéndose en un escándalo que alcanzará a casi todos los estratos de la vida pública».

Por qué este asesinato tuvo semejante impacto en la sociedad italiana lleva a Gundle, en «La muerte y la dolce vita» (traducción de Pedro Donoso), a analizar el caso de Wilma pormenorizadamente: en qué situación se encontraba la chica para ser víctima de tamaña desgracia, qué parte de responsabilidad tuvo su novio –un policía temperamental que aceptaba mal la frigidez de su prometida–, por qué aquellos días se enfrentó agriamente a su madre. El autor sigue el rastro de la vida íntima de Wilma y nos encontramos con la vida íntima de una época que Fellini inmortalizó con la expresión «dolce vita» pero que ocultaba también un reverso peligroso: la ansiedad por dejar atrás cuanto antes el fascismo y la guerra. Eran años de glamour, ciertamente, y de eso sabe mucho el autor –publicó, en clave italiana, «Bellissima: Feminine Beauty and the Idea of Italy» (2007), y en clave universal, «The Glamour System» (2006) y «Glamour: A History» (2008)–, por la presencia de estrellas de cine, por los aires de libertad, placer y estética que se respiraban por toda la ciudad. Aunque todo brillo se impone a la sombra que, sin verse, existe y deja patente su destino oscuro.

Gundle destapa cómo la sociedad italiana, al enfrentarse al caso de Wilma, se vio forzada a un ejercicio de introspección: la respetabilidad imperante no podía consentir, por ejemplo, el suicidio (los Montesi hicieron pasar el crimen por accidente para poder enterrar por la iglesia a su hija), la emergente y numerosa Prensa difundió todo tipo de conjeturas, y entonces la bola de nieve no hizo sino agrandarse. El asunto ocupó papeles, conversaciones, polémicas, pues el informe oficial no coincidía con la realidad de los hechos. «Se había extendido el rumor de que personas influyentes estaban implicadas en la muerte de la chica. Entre los altos funcionarios del Estado y en el barrio de los artistas de Roma se insinuaba que la muerte de Wilma no había sido el resultado de un simple accidente», apunta Gundle. La Policía no era de fiar por arrastrar aún actitudes de la dictadura, y un periódico calificó de «enigma encerrado ahora en un ataúd» el caso de la joven.

Corrupción, tráfico de drogas, de repente todo cabe en el cajón de sastre de un crimen que Gundle utiliza como excusa para hacer una buena investigación sociológica de la Italia previa a los cincuenta y a los acontecimientos políticos de la década. Pues todo tiene relación: un hijo de un ministro es sospechoso de tener relación con la muerte de Wilma, pero sólo es un rumor de mil. Se asoma al relato: la provocadora artista Novella Parigini, que llegaría a decir que había inventado la «dolce vita romana», pues en su entorno pulularon muchos escritores importantes; los estudios de Cinecittà, cuyas actrices eran los ídolos de las jóvenes como Wilma; la bohemia y el libertinaje; los bares de Via Veneto… y la Prensa sensacionalista, que lanza la idea de que la chica murió en una orgía drogada (la autopsia rebeló que era virgen) para luego ser abandonada en una playa.

Las ramificaciones del caso alcanzan a mujeres oportunistas que quieren hacerse un nombre a costa de presentarse como testigos de la desaparición de Wilma, a periodistas sin escrúpulos, y a la clase media italiana que tan bien llevó a sus novelas Alberto Moravia. Una red de anónimos que de repente eran alguien: «El caso Montesi sacó a la luz a una serie inesperada de personajes y convirtió en personalidades a muchas personas que hasta entonces parecían no contar». Un enigma que mantendrá en vilo al lector, pero cuya resolución guarda aún demasiadas incógnitas.


Publicado en La Razón, 31-V-2012