martes, 26 de junio de 2012

La vida subterránea inglesa



He aquí el mundo subterráneo, el material y el simbólico, de la mano del máximo especialista en la ciudad de Londres, el británico Peter Ackroyd, que hace diez años publicó una impresionante biografía de la capital inglesa que ya integraba un breve capítulo titulado «Bajo tierra». Este se abría con la reproducción de un retrato de «un rastreador de cloacas» que busca objetos para venderlos después; en el pie de la ilustración se podía leer que se trataba de «una profesión peligrosa y menospreciada», la cual sin embargo podía dar réditos económicos en la sociedad miserable del siglo XIX. No en vano, para buscarse la vida cualquier camino era bueno, aunque para ello fuera necesario viajar a las profundidades en plena oscuridad e insalubridad.

Así, en dicho capítulo, el experto en Shakespeare y tantos otros autores anglosajones hablaba de un universo compuesto por cámaras, túneles, criptas y catacumbas en los edificios importantes de su ciudad. Pues bien, ahora puede leerse ampliado, en «Londres bajo tierra» (Edhasa, traducción de Gregorio Cantera), aquello que Ackroyd esbozó en su biografía londinense; una investigación donde «el miedo a las entrañas» se pone de manifiesto a lo largo de los siglos, dado que el descenso evoca lo mitológico: paisajes como el río Estigia, que comunicaba el mundo de los vivos con el de los muertos, o animales monstruosos, como el Minotauro, Cerbero y Anubis, que en la Antigüedad estaban emparentados con «el mundo inferior»; en suma, un «lugar de sueños y alucinaciones», «un lugar imaginario donde se han trastocado las circunstancias normales en que se desarrolla nuestra vida diaria».

No en balde, en el siglo XIX se pensaba que el subsuelo acogía a todo tipo de maleantes y viciosos, individuos que salían de noche para perpetrar sus crímenes. Hoy, los peatones que pisan Londres muy probablemente desconocen que «deambulamos por encima de lo que fuera la ciudad en el pasado, allí donde, bajo ocho metros de tierra amontonada y prieta, se guarda toda su historia, desde los tiempos prehistóricos hasta nuestros días», dice al inicio Ackroyd, insinuando que el subsuelo es el reverso de lo visible y de un lejano tiempo pretérito. Antaño, trabajaban allí «fregadores» o «barredores» que despejaban los desagües y destaponaban obstrucciones, o los rastreadores de alcantarillas, de los que existen numerosas fantásticas, como aquellas que afirman que muchos murieron al respirar el aire nauseabundo de las cloacas o que fueron asesinados por ratas gigantes.


Un viajero alemán del siglo XVIII dijo que «un tercio de los habitantes de Londres viven bajo tierra», en referencia a unos sótanos o «viviendas de bodega» –ocultos porque había que cerrarlos con una trampilla– que se alquilaban a la gente muy pobre y a los que se llegaba bajando por unas escaleras. Nathaniel Hawthorne, durante su empleo como cónsul en Liverpool durante los años cincuenta decimonónicos, escribió sobre las profundidades de Londres tras ver a mujeres que salían de agujeros para pedir limosna; y Dickens, en «La ciudad del ausente» (1861), mencionó los «sótanos solitarios donde los banqueros guardan los dineros, y donde, a buen recaudo, esconden la vajilla de plata y las joyas, ¡regiones subterráneas dignas de la Lámpara Maravillosa!».


Y es que estamos también ante un lugar propicio para el ocultamiento de la riqueza o el hallazgo de seguridad. Como detalla Ackroyd, en las cámaras del Banco de Inglaterra, «en lingotes de oro, se guarda el segundo mayor tesoro del mundo»; y bajo las sedes de organismos oficiales, hay «túneles, búnqueres, despachos y centros de mando», que se prepararon en la Segunda Guerra Mundial o con vistas a defenderse de la amenaza atómica de la Unión Soviética. Asimismo, el Covent Garden y Trafalgar Square están conectados por unos pasadizos que configuran «una ciudad en miniatura bajo la superficie»; y «por debajo de Piccadilly Circus, se extiende una plaza abandonada y solitaria de enormes dimensiones, y surcada por miles de pasajes».


Así, viviendo como topos, entre la humedad y lo lóbrego, durante la Primera Guerra Mundial, sobrevivieron o malvivieron más de trescientos mil londinenses, que se refugiaron en las estaciones del metro, hasta el punto de convertir su vida terrestre en subterránea, lo que hizo temer a las autoridades que transformaran los andenes en una residencia permanente. El escultor Henry Moore, en la Segunda Guerra, tomó notas para sus dibujos después de ver esa existencia enterrada: «Dramático, pésima luz, montones de figuras inclinadas que se desvanecen», y la comparó con un «barco de esclavos» que no se dirigían a ningún sitio. Ackroyd dirige al lector por pasadizos secretos, prohibidos para el ciudadano de a pie, por los túneles del Támesis, e ilumina una vida bajo tierra plena aún de misterios, peligros y sorpresas.


Publicado en La Razón, 26-VI-2012