jueves, 7 de junio de 2012

En la muerte de un escritor en llamas


Paisaje lunar en Islandia


«Tarde en la vida, descubro que he estado siempre bajo un chaparrón de metáforas», afirmó Ray Bradbury (nacido en un pueblo de Illinois en 1920) en la nota final a uno de sus últimos libros, «Algo más en el equipaje». De tal modo que, como advirtió, «el noventa y nueve por ciento de mis cuentos eran pura imagen, influidos por el cine, las tiras cómicas dominicales, la poesía, los ensayos y las detonaciones de Oz, Tarzán, Julio Verne, el faraón Tutankamón y sus correspondientes ilustraciones».

Esa vida literaria empezó con «Carnaval oscuro» (1947) y partió de la única premisa de que el único fracaso consiste en detenerse, en abandonar. Así, declarándose un escritor apasionado y no intelectual, Bradbury supo contagiar entusiasmo por una labor en la que la relajación y el inconsciente son esenciales, como afirma en «Zen en el arte de escribir» (2002): «Uno tiene que mantenerse borracho de escritura para que la realidad no lo destruya». Escribiendo, pues, otro tipo de realidades, las fantásticas.

En la introducción a otro de sus últimos volúmenes, «El maravilloso traje de color vainilla», que incluye tres obras teatrales, da una definición de su género predilecto: «La ciencia ficción es lo que le ocurrió a la magia cuando pasó por las manos de los alquimistas y se convirtió en historia futura». Y es que de niño, su fantasía se avivó gracias a la revista «Amazing Stories», pionera en lo que se dio en llamar «science-fiction». Pero a Bradbury no le sería fácil consagrarse a ella: sin dinero para ir a la universidad, en 1938, tendría que vender periódicos en la calle durante tres años. Mientras, pasaba el tiempo libre en la biblioteca de Los Ángeles, ciudad a la que su familia se había trasladado cuatro años antes.

Pero Bradbury persistió en su vocación. En junio de 1949 tardó cuatro días en atravesar los Estados Unidos en autobús para buscar editoriales en Nueva York. Todos pedían una novela, pero le sugirieron que formara un libro de carácter unitario con los textos sobre la conquista de Marte que había ido publicando sueltos. De la Gran Manzana, Bradbury volvería con dos contratos: el de aquella conquista fantasmagórica del espacio y del planeta rojo, ambientada en 1999 y titulada «Crónicas marcianas», y el de otra reunión de cuentos, «El hombre ilustrado». El año 1950 sería el de la concepción de «El bombero», primer borrador de «Fahrenheit 451» que Bradbury escribiría en nueve días a todo gas alquilando una máquina de escribir en la sala de mecanografía de la biblioteca de la Universidad de California.

El argumento de la novela era el siguiente: la lectura está prohibida en un futuro indefinido, y los bomberos se encargan de eliminar todos los libros. El poder político quiere igualar así a todos los ciudadanos para que obedezcan sin pensar por sí mismos, teledirigiéndolos mediante pantallas instaladas por doquier. Una historia que tratase la censura en tiempos de McCarthy, quien ordenó la retirada de ciertos libros de las bibliotecas por «corruptos», no iba a ser fácil que viera la luz. El libro fue acumulando rechazos hasta que apareció el editor de «Playboy», y allí, entre chicas desnudas y las llamas de los libros prohibidos, emergería su gran carrera literaria, su puesta en marcha de imágenes llevadas a un chaparrón de metáforas.

Publicado en La Razón, 7-VI-2012